Maurice Chevalier: el hombre del duende (I)
5 de mayo de 2025
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No era un secreto para el famoso artista francés que desde hacía cuatro décadas los cubanos lo aguardaban con impaciencia. Y así se lo hizo saber a un periodista de la revista “Bohemia”:
“Varias veces he recibido sugerencias al respecto. Que recuerdo, concretamente, tres fueron las veces que me ofrecieron contrato. Pero unas veces por mis compromisos contraídos con anterioridad, y otras porque las empresas no pudieron ofrecerme la cantidad que yo estimaba prudente, lo he ido aplazando”.
Lo cierto es que Maurice Chevalier llega por fin a La Habana el 11 de abril de 1956 para actuar en la gala conmemorativa del cincuentenario del exclusivísimo colegio La Salle. Venía de Nueva York y al abrirse la portezuela del aeroplano, apareció sonriendo bajó la escalerilla profusamente iluminada por reflectores.
“Es la primera vez que piso tierra cubana y espero no defraudarlos. He oído hablar mucho de Cuba. He leído sobre ustedes y conozco aspectos del país por las películas”.
El cantante y actor galo que había conquistado Hollywood ya estaba próximo a los 70 años y conservaba su particular estilo que lo catapultó a la fama desde frívolos escenarios, en los que impuso su imagen de galán atractivo y sonriente, inmerso siempre en pícaros requiebros, lo que hizo que algunos enfatizaran solo en las limitaciones del género, sin reconocer su talento. Otros, en cambio, debido a su popularidad y a su gracia, llegaron al elogio desmedido.
Fue precisamente nuestro Alejo Carpentier, uno de los críticos que caracterizaron con mayor hondura al Monarca del Music Hall, cuando desde las páginas del “Nacional”, de Caracas, el 27 de junio de 1951, reconoció con exactitud los poderes y las limitaciones del divo:
“¿Qué es Maurice Chevalier? ¿Un cantante? No. ¿Tiene una hermosa voz? Ni hermosa ni fea, puesto que no presume de voz ni usa de sus posibles recursos. ¿Es un recitador? No. ¿Un poeta? A su manera. ¿Un comediante, entonces? Sí, aunque en la escena se vale muy poco de los medios expresivos del comediante.
¿Qué es, entonces? Un hombre con eso que Federico García Lorca llamaba “el duende” –esa gracia indefinible, ese don de emocionar a tiempo, de decir y hacer justamente las cosas, fuera de todo alarde técnico, que tanto puede manifestarse en un arabesco de Alicia Alonso, en un andante de orquesta inspiradamente dirigido, en una copla de cante jondo, o en el arte de cierto arpista llanero, descubierto por Antonio Estévez…
El duende no se explica: se siente”.
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