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María de los Ángeles Santana (XXIX)

1 de noviembre de 2019

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Para los lectores de esta sección procedemos a intercalar capítulos de nuestro libro Yo seré la tentación: María de los Ángeles Santana, publicado por el sello Letras Cubanas, cuya tercera edición acaba de ser puesta a la venta en ocasión de la Feria Internacional del Libro de La Habana correspondiente al 2017.

A los pensamientos de María de los Ángeles vuelve la recoleta Nuevitas, donde probablemente en los meses finales de 1936 —poco antes de que su abuela Adela se instale definitivamente en La Habana— le presentan a Fernando Portela Rojas, quien disfruta de unos días de descanso en ese poblado ribereño, cuyas autoridades, varios años más tarde, otorgarían a la Santana la distinción Hija Ilustre de la ciudad.

Fernando Portela Rojas era habanero y, al igual que yo, vivía en la Víbora. Pero lo conocí en Nuevitas, en la casa de la abuela Adela, pues —aunque trabajaba como contador para la firma norteamericana Frederick’s Snare Corporation— le gustaba cantar y tocar la guitarra, y quiso alternar con mi tío Miguel.

Por motivos familiares Fernando frecuentaba a Nuevitas, lugar de residencia de su hermano mayor: Abelardo Portela, que se casó con una nuevitera, tuvo hijos con ella y fue nombrado administrador general de Puerto Tarafa. Surgió así un amor juvenil, el que no razona y uno mezcla con un sentimiento más elevado al tratar a una persona coincidente en una serie de gustos a los cuales yo concedía suma importancia en ese momento: la música, la natación, montar en bicicleta o manejar un automóvil y, como era lógico, se desencadenaron reacciones de enamoramiento.

Una de ellas consistió en una serenata que él me ofrecería junto a tres guitarristas de Nuevitas. Yo me encontraba en uno de los cuartos del fondo de la casa de mi abuela, distante del portal, donde ellos se colocaron para interpretar, como primera obra, un bolero de Agustín Lara que estaba de moda: Noche de Veracruz. De forma espontánea comencé a cantarlo mientras me desplazaba hacia la ventana de la sala, desde la cual continué su interpretación: Noche tibia y callada de Veracruz,/ cuento de pescadores que arrulla el mar./ Vibración de cocuyos/ que con su luz,/ bordan de lentejuelas la oscuridad.// Noche tropical,/ lánguida y sensual./ Noche que se desmaya sobre la arena,/ mientras canta la playa/ su inútil pena.// Noche tropical,/ cielo de tisú./ Tienes la sombra/ de una mirada criolla,/ noche de Veracruz.

Cuando terminamos, ellos cuatro me aplaudieron. Lo hice tan bien que los  acompañantes de Fernando le dijeron: «Oye, esta muchacha canta con una afinación estupenda». Aunque ignoraban los estudios de piano y de canto que había realizado con mamá, para mí fue importante su criterio por tratarse de guitarristas de experiencia, de músicos dedicados a acompañar a jóvenes de espíritu versallesco y deseosos de ofrecerles serenatas a las muchachas. Ahora no se trataba del criterio de amistades de mi edad en las reuniones íntimas de la Víbora o de un público que me resultaba familiar en actividades del Club Martí, de Nuevitas, casos en que nunca me preocupaba por cantar a tiempo, ni con la nota exacta.

Tras ocurrir eso, Fernando me preguntó: «Chica, ¿por qué no te dedicas con más fuerza a la música?» Y él mismo, como dominaba bastante la guitarra, empezó a acompañarme en los encuentros caseros de la Víbora, al regresar a La Habana. El hecho de vivir en la calle Felipe Poey, cerca de mi casa, contribuyó a unirnos más, a hacer imprescindible su presencia, hasta darle paso a un noviazgo aprobado por mis padres. En los meses que duró, uno de sus mejores regalos fue aparecerse en mi morada, allá por 1937, con un señor y decirme:«Mira a quién te traigo. A Vicente González Rubiera, el célebre Guyún».

Yo le había manifestado a Fernando el deseo de conocer a Guyún, pues deseaba seguir un método en el estudio de la guitarra y enriquecer la base adquirida gracias a mi tío, aparte de otras nociones que me trasmitió el propio Portela. Una vez que se lo presentaron, le pidió que lo acompañara a mi casa y darme una sorpresa. Realmente lo fue, porque entre muchos guitarristas de La Habana se hablaba, de uno u otro modo, acerca de Guyún; de su depurada y moderna técnica para lograr maravillosos acordes y del sincronismo con que los obtenía. Había revolucionado en la capital el acompañamiento de la canción y el bolero con la guitarra mediante sus recursos técnicos, que le daban un sello muy personal a sus interpretaciones. Nadie ha podido igualarlo.

Luego de escucharme, Guyún manifestó su asombro por encontrarse delante de una mujer con tanta fortaleza en la mano izquierda al tocar la guitarra, que es lo más importante en su ejecución y me había procurado el constante ejercicio del piano. Desde esa visita, comenzó una bella relación entre ambos y quedé en sus manos para estudiar seriamente ese instrumento.

En sus clases se manifestaba con las exigencias peculiares de los maestros deseosos de alcanzar algo notorio en la vida y que, durante el aprendizaje, no permiten a los alumnos la menor libertad por cariño o pena. Me enseñaba como si estuviese jugando, tomaba mi mano y decía: «Ese dedito no», y lo colocaba en la cuerda debida. Él me mostró su método para concebir sonoridades que antes nunca escuché, ni tan siquiera de guitarristas que vi tocar recurriendo a todas las exigencias técnicas.

Llegó a indicarme cómo conseguir acordes acerca de los que uno podía pensar: «¡Son una locura!» ¡Pero qué bien sonaban! ¡Qué apoyo tan extraordinario recibía una nota específica mediante un acorde creado por él! Por otra parte, es común que al comenzar el estudio de la guitarra se aprieten las cuerdas con cierta fuerza, lo cual forma callos en los dedos. Guyún me demostró que a las cuerdas sólo hace falta buscarles su correcta posición en correspondencia con el dedo para después ponerlo sobre ellas, acompañado de la suavidad y sensibilidad que deben depositarse en ese acto.

Como ser humano se despojaba del rigor del horario dedicado a la enseñanza y surgía un hombre encantador. Era amigo de contar chistes, escucharlos, reírse con ellos. Sus visitas se hicieron habituales en mi casa, donde mi familia llegó a estimarlo, principalmente la abuela Adela, quien le cantaba obras antiguas que Guyún apreció en extremo. «Eso me gusta, doña Adela», le explicaba y las transcribía para la guitarra. En determinadas ocasiones me advertía: «Hoy no vino el profesor. Pasé por aquí a tomarte el café y conversar». Porque, con independencia de la guitarra, teníamos afinidad en otros aspectos, como, por ejemplo, los boleros y canciones que a él le gustaban, en los cuales sobresalía el aspecto romántico.

Aún recuerdo con intensidad los tiempos en que Guyún, situado junto a mí, se transportaba al tocar su guitarra, mientras yo experimentaba nostalgia hacia mi niñez y adolescencia, cuando el tío Miguel despertó mi amor por ella. Él y Guyún influyeron notoriamente en mi devoción hacia la guitarra, a la cual considero un instrumento idóneo para acompañarnos en la soledad o en horas de intimidad en que uno desea aislarse del bullicio. ¡En esos instantes resulta tan especial refugiarse en una guitarra! Uno la acaricia, percibe cómo se adentra en el espíritu y permanece a nuestro lado como si fuese una persona, pues su aspecto posee similitudes con la forma del ser humano.

También cuenta con la capacidad de trasladar lejos la mente si sirve de apoyo en el canto, circunstancia en que el intérprete debe reflexionar en torno a algo más: la exacta melodía, la palabra cabal escrita. En ciertas oportunidades, hasta debe buscarse un símil en su acompañamiento, pero en consonancia con lo ejecutado en la guitarra. Puede lograrse hasta con un gesto o un silencio, el cual se hace imprescindible en el proceso de la creación musical. Por algo en la música se recurre a los silencios, son tan importantes como el propio tono y una nota. Existen igual que en la propia vida, llena de ruidos y silencios, y ayudan a analizar, lo que un artista acaba de hacer y realizará a continuación.

 

(CONTINUARÁ,,,)

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