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María de los Ángeles Santana (XXIV)

19 de julio de 2019

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Para los lectores de esta sección procedemos a intercalar capítulos de nuestro libro Yo seré la tentación: María de los Ángeles Santana, publicado por el sello Letras Cubanas, cuya tercera edición acaba de ser puesta a la venta en ocasión de la Feria Internacional del Libro de La Habana correspondiente al 2017.

Continuamos hoy el capítulo en que la Santana hace alusiones a sus pasatiempos durante los años juveniles en la barriada habanera de La Víbora.

Otra distracción podía constituirla el cine. En mi juventud vi películas silentes con «monstruos sagrados» de la época: Rodolfo Valentino, cuya muerte se convirtió en un suceso internacional; Mary Pickford, Douglas Fairbanks, Gloria Swanson, Greta Garbo, y el dúo de comediantes que integraban Stan Laurel y Oliver Hardy. Quizás pensando que nos podía servir para pasar un agradable rato, mamá nos decía a veces:«Niñas, vamos al cine». En ocasiones asistimos a tandas infantiles y, al tener edad para asimilarlos, nos vimos obligadas a empujarnos dramones con Valentino, como El sheik.

Muy exageradas consideré las actuaciones; eran prototipos en los gestos. Desconocía que se trataba del lenguaje de la etapa silente del cine, cuyas películas no me gustaron, no les prestaba atención excepto a las protagonizadas por Charles Chaplin. Empezó a interesarme su manejo del humorismo y comencé a deslindar un poco al actor cómico de su condena a las injusticias del mundo. Creo que nadie, como el genio de Chaplin, ha sido capaz de expresar tantas cosas serias a través del humor. Después me fascinaron películas musicales norteamericanas que empezamos a recibir con el surgimiento del cine sonoro y resultaban extraordinarias en esos años.

Dentro del hogar el radio representaba otra fuente de distracción. Contábamos con equipos que, por su estructura, parecían catedrales. Aún recuerdo la marca de uno de ellos: Adwater Kent, en el cual, quizás al estar nuestros oídos adaptados a escucharlo, se oían unas voces fantásticas. En aquel tiempo se transmitieron muchos programas musicales y más tarde vinieron las novelas, que en mi casa había que respetar en sus horarios establecidos.

Al teatro asistimos en determinados momentos. Lo primero que vi, siendo bastante joven, fueron compañías españolas que pasaron por el Nacional, donde también presencié las actuaciones de varios cantantes líricos de renombre.

Junto con lo anterior, despertaron en mí otras inquietudes, entre ellas la lectura. Mi padre, aparte de sus textos de medicina, formó una buena biblioteca en su consultorio, en el que reunió notables obras de la literatura universal. Por tal motivo, valoro extraordinariamente lo positivo de tener, a partir de la infancia, una formación literaria como la que recibí desde pequeña y, fundamentalmente, en mi juventud. La lectura me parecía el mejor paraje para refugiarse. Representó un espacio íntimo que me pertenecía en su totalidad y me sacaba de la rutina de la vida.

En ocasiones, abandoné mi pasión por el deporte para adentrarme en los libros. Al llegar papá a la casa y preguntar por mí, mamá le contestaba: «¿Dónde crees que puede estar? Entre los libros». Hasta leí obras que no estaban en correspondencia con mi edad, y papá, tan certero en la educación de sus hijas, me explicaba: «Mira, este libro no debes leerlo, aún no es comprensible para ti. La literatura hay que ir conociéndola a medida que se desarrolla nuestra mente, es igual que en la vida: un escalón tras otro. Lee ahora este otro que te va a ayudar a entender el que en la actualidad se te dificultaría comprender». De tal modo me enseñaba el camino por seguir, ya que en mi afán de lectura me apoderaba de obras para las cuales no me encontraba preparada.

Aunque me encantaban los eternos personajes de las obras de Stendhal y Balzac, uno de mis novelistas predilectos por pintar magistralmente la sociedad en que vivió, mi género favorito era desde entonces la biografía. Me gustaban disímiles autores y, principalmente, las escritas por Stefan Zweig. Con una buena biografía me olvidaba del resto del mundo. En la poesía, que es una de las más hermosas expresiones artísticas del ser humano, me atraían varios autores, aunque, por estar de moda, leía a Amado Nervo, quien se acercaba a las ideas edulcoradas de mis años mozos.

Pienso que la lectura se aleja de constituir un simple acto de entretenimiento para propiciar el equilibrio intelectual de una persona y suministrarle información acerca de las diversas culturas de la humanidad, de otras épocas del desarrollo histórico del hombre y de tantos aspectos de la ciencia. Hay una riqueza incalculable en lo planteado en los libros, que es la que ulteriormente puede ofrecernos el conocimiento de diferentes temas y ayudarnos a entender situaciones a que forzosamente nos conduce la existencia.

Yo me encontraba sumergida en aquella etapa en una constante vorágine de lecturas, de practicar deportes, de hacer varias cosas a la vez. Me parecía que la vida era breve y debía aprovecharse cada instante en las cuestiones más heterogéneas. Entre ellas, por supuesto, estaban también las lecciones de piano bajo la guía de mi madre, con la que seguí el aprendizaje iniciado en Lourdes. Al lado de mamá, que aplicaba el método del Conservatorio Hubert de Blanck, donde se graduó, llegué hasta el séptimo año de piano. Me faltó el octavo y otro curso que le llamaban de superación.

Estudié en su maravilloso Stenway y era sumamente estricta con respecto al aprendizaje; no me perdonaba una en las clases. De esta profesora heredé el amor hacia la música de Chopin, Chaikovski y Beethoven, y me preparó para ejecutar al piano, a cuatro manos con ella, obras de esos tres grandes maestros, lo cual disfrutaba de manera indescriptible y contribuyó a fomentar en mí algo tan necesario que recibe el nombre de «buen gusto».

Concluido el horario de las clases, mamá me autorizaba a hacer lo que en esa época le estaba permitido a una jovencita. A veces debía repasar las lecciones, porque el piano requiere de mucha ejercitación, con él no se acaba nunca, es uno de los instrumentos más ingratos que existen y si se le abandona, nunca te lo perdona. Hay que estar acariciándolo siempre y adquirir una buena técnica, que es lo más importante para después poder recrear la ejecución. Entonces, mamá me decía:«Changi, a estudiar». Yo le contestaba:«¡Ay, mami, quisiera descansar un poco. Estoy extenuada, déjame montar un rato en la bicicleta!» Eso nunca iba a agotarme y, si lograba convencerla, salía corriendo en mi bicicleta por la calle Milagros hasta llegar al Parque de Armas, en el que me esperaban los «secuaces» de ambos sexos de mis juegos juveniles. Hacíamos carreras en bicicleta y compartíamos de la forma más inocente que cualquiera pueda imaginar.

(CONTINUARÁ…)

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