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María de los Ángeles Santana (XXIII)

12 de julio de 2019

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Para los lectores de esta sección procedemos a intercalar capítulos de nuestro libro Yo seré la tentación: María de los Ángeles Santana, publicado por el sello Letras Cubanas, cuya tercera edición acaba de ser puesta a la venta en ocasión de la Feria Internacional del Libro de La Habana correspondiente al 2017.

 

La Santana rememora, a seguidas, otros pasajes de su juventud en la Víbora, donde al nominarse las calles recurren al santoral y a la lista de próceres de nuestra independencia. La Víbora en que abundan conservatorios, academias de música y predominan inmuebles modestos. La Víbora que complementa su embellecimiento con amplios parques, campos deportivos o grandes colegios, y en cuyos salones de baile se imponen el danzón y el son. La Víbora en que sus pobladores disfrutan de proyecciones fílmicas y espectáculos en los teatros Tosca, Apolo, Tívoli, Florida y Gran Cine y luego pueden dormir con placidez, pues la música se disfruta cerca de las victrolas, en la intimidad del hogar, sin alterar la tranquilidad del vecindario…

En la Víbora de mi juventud uno se entretenía mucho en las casas. Hacíamos visitas sobre todo en días determinados como los cumpleaños, motivo de reunión de familiares, amigos y vecinos allegados y para los cuales se reservaban piezas valiosas de mantelería y de adornos que se mostraban en tales ocasiones.

Ahora bien, de todas las fiestas tuvo para mí una connotación especial la Nochebuena, pero aclaro que más me gustaba su organización que el festejo en sí. Con el objetivo de comprar lo necesario para la cena, en los días finales de cada año acompañaba a mi padre hasta la plaza de Cuatro Caminos, en la cual los empleados de determinados puestos conocían las características de las mercancías que a él le gustaban.

Venía luego la preparación de la comida para la que no daban abasto las cuatro hornillas de carbón de la cocina de mi casa. En la actualidad se estila preparar la cena sin la ayuda de todos. Antes, para disfrutarla, a cada uno de los miembros de la familia, que se reunía casi en su totalidad, se le adjudicaba una tarea según su habilidad. A unos les tocaba pelar las aves, a otros picar las especias, vegetales y viandas, y en esos instantes de lo que menos se hablaba era de lo que se hacía, sino acerca de disímiles temas. Además, entre las mujeres se chismeaba cantidad, algo que nunca ha dejado de suceder y constituía una novedad para las muchachas, tras llegar a los 15 años y poder intervenir en las conversaciones de las adultas.

Mi padre siempre fue el máximo organizador de la Nochebuena y, en un lugar del patio de la casa de la Víbora, colocaba un nacimiento del niño Jesús confeccionado por él con piezas que tallaba admirablemente en madera desde sus años de estudios en la Academia de San Alejandro. Las ponía en unas grutas que él iluminaba y creaba a partir de cartón y papel. Así surgían aquellos rincones preciosos y llamados a presidir la Navidad.

La celebración se acompañaba de chistes, de un ambiente agradable, se escuchaban discos en la victrola y hasta se cantaba, ya que muchas obras las dominaban los comensales que, principalmente, eran familiares. Tenía que ser una persona sumamente allegada para ser incorporada en una casa a las fiestas de Navidad, nada más correspondían al medio familiar.

La gran mesa consistía en largas tablas colocadas sobre unos caballetes de madera. Por ser tan larga, ahí empezaba el dilema de mi madre al tratar de que alcanzaran los manteles de hilo blanco y bordados con que debía cubrirse. Tal tarea se la encomendaron siempre a la muchachada, y la habilidad radicaba en no dejar ver el final ni el comienzo del otro mantel, sino que uno montase sobre el otro de una forma artística. Para que no se notaran los empates y parecieran una pieza única encima de las uniones poníamos fuentes llenas de frutas o jarras con flores, y cuidado con que una copa de vino los manchara, después resultaba más compleja la tragedia de lavar aquellos manteles.

De vez en cuando, visitaba algunos clubes del reparto Santos Suárez, entre ellos el Loma Tennis Club, en el que se realizaban famosas partidas de tennis. Iba, además, al Club San Carlos, donde se hacían actividades culturales, se celebraban los 15 años de edad de las señoritas, graduaciones, fiestas de disfraces y bailes. En él bailé mucho danzón, danzonete y bolero. Sin embargo, no era amante del baile, no lo rechacé, pero nunca me apasionó. Me gustaba más la música para escuchar, la que se ofrecía en conciertos.

Eso sí, el mayor disfrute lo experimentaba cuando, junto con mis vecinas las Salmon, practicaba en el Club San Carlos basket ball, deporte con el que me obsesioné una vez terminada mi etapa en la escuela de Lourdes. Por tener una alta estatura me ponían de center. Era muy fuerte físicamente, dado que montaba patines y bicicleta –en la que me sentía vivir– y sin mucho esfuerzo levantaba un brazo y metía la pelota en el aro, lo cual provocó que algunas mujeres del equipo contrario no vieran con agrado mi asidua presencia en el juego.

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