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María de los Ángeles Santana (XXII)

21 de junio de 2019

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Para los lectores de esta sección procedemos a intercalar capítulos de nuestro libro Yo seré la tentación: María de los Ángeles Santana, publicado por el sello Letras Cubanas, cuya tercera edición acaba de ser puesta a la venta en ocasión de la Feria Internacional del Libro de La Habana correspondiente al 2017.

En 1930 —a medida que se generaliza la crisis económica— Gerardo Machado aumenta las persecuciones y torturas a los que repudian sus crímenes, inmoralidades administrativas y la bancarrota del erario público. Su orden de impedir las actividades de la Confederación Nacional Obrera de Cuba (CNOC) motiva, el 20 de marzo, la primera acción política de envergadura contra la tiranía: una huelga general de veinticuatro horas en La Habana, alentada por Rubén Martínez Villena.

La dictadura ahoga en sangre una manifestación estudiantil que, el 30 de septiembre, desciende la escalinata universitaria. En ella resulta herido Pablo de la Torriente Brau, quien años más tarde ofrenda su vida a la defensa de la España republicana; y se ciñe la corona de los mártires, Rafael Trejo. Tras el asesinato de este, Machado dispone la clausura de la Universidad, suspende las garantías constitucionales, establece la censura de prensa y abarrota las cárceles.

Los cuerpos represivos resultan insuficientes para sojuzgar a los que combaten al dictador, quien responde con el establecimiento de la «Porra», integrada por elementos del hampa. Por si fuera poco, organiza una porra femenina, destinada a enfrentar las protestas de mujeres oposicionistas que, en varios casos, son golpeadas y casi desnudadas en la vía pública.

El hambre se transforma en un fantasma que recorre la Isla desde el Cabo de San Antonio hasta la Punta de Maisí, cuando se agudiza la crisis económica y se reducen considerablemente los índices del intercambio comercial, la producción de azúcar, el precio de la libra del dulce en el mercado mundial, el número de ingenios y el tiempo de la zafra.

A pesar del ambiente de tensiones, escaseces y sufrimientos del pueblo, María de los Ángeles Santana Soravilla disfruta, por cierto tiempo, de días apacibles en su residencial zona de la Víbora, en la barriada de Jesús del Monte, después de egresar del colegio de Nuestra Señora de Lourdes.

Evocar la Víbora de mi juventud, que abarcaba al reparto Lawton, equivale a volver a un sitio de ensueños habitado por gente amable. Quizás sea al relacionarla con mis años juveniles, en los cuales la existencia se contempla desde un ángulo diferente, y la veía como un lugar de recreo, sosegado, en el que las personas llevaban un sistema de vida aparte del resto de las familias de La Habana.

Cerca de mi casa, los padres pasionistas levantaron su capilla, que años después se transformó en una gigantesca Iglesia, en cuya construcción cooperaron vecinos del área con colectas de dinero, aparte de las que realizaban sacerdotes en las calles y en tómbolas organizadas en la plazoleta situada frente al templo.

Pero lo más importante del entorno en que me moví fue la Calzada de Jesús del Monte, donde radicaban comercios, cines, academias de inglés y un conservatorio. Abundaban también majestuosas residencias que observábamos a distancia, pues muchas se edificaron a cierta altura de la calle, nunca al mismo nivel de la acera, en la cual se encontraban las viviendas de familias de idéntico status social a la mía, que pertenecía a la clase media y les gustaba comunicarse con individuos comunes. Sin embargo, tanto en unas y otras, como también sucedía en mi reparto, las puertas principales se dejaban abiertas durante largo rato para que los transeúntes contemplaran la belleza de los patios, de los jardines interiores, a los que se les daba especial atención.

En la Calzada teníamos el famoso paradero de la Víbora; allí tomábamos el tranvía eléctrico para ir al centro de la ciudad, uno de nuestros pasatiempos. Me encantaba montar en él y no sentarme, sino viajar parada en la parte de atrás. Al convertirse en un acto frecuente, los propios conductores, además de ayudarlo a uno a subir, nos entretenían en el recorrido. No había matazones, ni personas disputándose un asiento, hasta pensé que si uno se encontraba preocupado, disipaba los problemas con el sonido peculiar del tranvía a lo largo de un trayecto que nos distanciaba del ambiente paradisíaco de la Víbora para trasladarnos al bullicio del área central de La Habana.

Mamá disfrutaba con que recorriéramos las tiendas con vidrieras rivalizando entre sí por ser la más linda. Eso no sucedía sólo a causa de fechas notorias, sino debido al advenimiento de una estación del año en la que se exhibían las modas de la nueva temporada. Presenciar eso representaba para nosotras un grato paseo, al extremo de que si mi madre nos decía a Josefina y a mí:

«Hoy vamos a ver las vidrieras de La Habana», de inmediato lo asociábamos a recrear la vista ante incontables objetos hermosos que se ofertaban.

Se compraban meriendas que ingeríamos en parquecitos de San Rafael o Galiano antes de seguir nuestra caminata, sin ningún temor a cruzar las calles por el tránsito; ni remotamente se puede comparar con el de ahora en la capital, que mantiene sus vías repletas de vehículos acorde con el progreso, el cual no niego, ni negaré jamás, y al que, además de sumarme, alabo y aplaudo. Pienso que las cosas nunca pueden estancarse, su mérito estriba en el cambio constante, y una de las cuestiones que más me ha ayudado a mantenerme en un largo camino de trabajo ha sido la placentera integración al continuo cambio del mundo, no sólo comprendiendo el alcance de cada transformación, sino aceptando lo que puede traer aparejado de más progreso y estrépito.

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