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María de los Ángeles Santana (XXI)

14 de junio de 2019

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Para los lectores de esta sección procedemos a intercalar capítulos de nuestro libro Yo seré la tentación: María de los Ángeles Santana, publicado por el sello Letras Cubanas, cuya tercera edición acaba de ser puesta a la venta en ocasión de la Feria Internacional del Libro de La Habana correspondiente al 2017.

Hoy damos continuidad al capítulo en que la Santana evoca lo que significaría para ella la llegada de los quince años de edad, y la conclusión de sus estudios en el Colegio de Nuestra Señora de Lourdes, en La Víbora.

Aunque los quince años son el sueño de toda mujer, los míos transcurrieron, en 1929, en un ambiente casi inadvertido. Lo que sí retengo en la memoria con agrado fue lo que precedió a la fiesta que me prepararon en el club San Carlos y el proceso de confección del famoso traje para lucir en tal oportunidad. Por primera vez iba a vestir de largo, lo cual equivalía a la liberación en el mejor sentido de la palabra; la posibilidad de expresar ideas propias, de que se tuviera en cuenta una serie de gustos que uno se reservó hasta ese momento.

Mamá me mandó a hacer un bello vestido con una tela de la tonalidad que acostumbraban a usar las jovencitas para festejar sus quince años: el rosado. ¡Qué desilusión! Jamás me gustó ese color. El que me apasionaba, y sigue apasionando, es el negro, que para muchas personas ninguna relación tiene con el despertar a la vida que significa cumplir esa edad.

Tal vez esta inclinación requiera de algún análisis psicológico, pues nunca tuve relación alguna con lo que comúnmente asocian al color negro: tragedia, tristeza, oscuridad. Sencillamente opinaba que si a la inmensa mayoría de las muñecas las vestían con colores pálidos y son objetos inanimados, porqué yo, un ser lleno de vida, de alegría de existir, satisfecha al máximo de lo que me rodeaba y había tocado vivir, no podía en aquel cumpleaños vestirme de negro, que representaba para mí un color luminoso, el símbolo de la madurez, de la elegancia.

De una seriedad rayana en el aburrimiento fue la fiesta. Supieras o no hacerlo, había que bailar el vals, como estaba establecido. Aunque a mi padre lo entusiasmaban las reuniones para tratar acerca de música, pintura y literatura, nunca amó la vida social. Tuve que decirle: «Papá, no se concibe que una muchacha celebre sus quince y el padre no la acompañe en su primer baile». Pobrecito, fue otro de sus tantos sacrificios por mí.

Y llegó el día en que bailamos el vals. Yo, vestida de color rosa y una coronita de flores en la cabeza, acorde como debía exhibirse una jovencita en dicho ceremonial, que también incluía las consabidas fotografías. No se pueden calcular los tremendos deseos que sentí de quitarme la ropa de la fiesta y ponerme mi atuendo deportivo, el cual me permitía desplazarme cómodamente al montar bicicleta y pedalear, como solía hacerlo, loma arriba y loma abajo, en la Víbora. Eso sí, la fiesta no dejó de tener su nota agradable por reunirse amigas de mi edad, acompañadas de sus familias.

Lo que ha sido imborrable para mí en el año 1929 fue la graduación en el colegio de Nuestra Señora de Lourdes, la fecha en que concluyeron esos cursos que se prolongaban desde septiembre hasta junio. Había llegado el feliz y triste día de la graduación. Feliz, porque culminaba un proceso educativo que empecé de niña y finalizó en la adolescencia al adquirir una intensa preparación recibida de las monjas, que me permitiría enfrentar el futuro.

Pero asimismo resultó triste por el temor que en su fuero interno uno experimentaba a causa del cambio al salir de allí, el recelo de chocar con la realidad de la vida, de la cual forman parte aspectos negativos del ser humano que, tanto en la escuela como en nuestras casas, no nos habían revelado aún. Y hay un instante en que, ante un cambio de esa magnitud, uno siente inseguridad de si va a ser para bien o para mal.

Queda en mí un hermoso recuerdo de mi graduación en Lourdes. Aquel día de ponernos un largo velo, el traje de gala, escuchar la misa en la capilla, llena de monjas, familiares e invitados, recibir distintos premios, el diploma de graduadas, y hacer el juramento de practicar la fe cristiana y de que, a pesar de los derroteros a emprender, trataríamos de mantenernos unidas a nuestras compañeras de clase en esos años preciosos.

Todo eso se agolpa en mis recuerdos acerca de la memorable jornada que selló mi presencia en aquel colegio, en la cual a mis padres los desbordaba el orgullo de contemplar a su hija graduada con su medalla en el pecho y el diploma entre las manos; familiares y amigos me envolvían en abrazos y ofrecieron un brindis a las egresadas de ese curso, al que asistieron personalidades de la cultura y profesores de otros planteles.

Yo evoco con melancolía la etapa de aprendizaje en Lourdes. Representa algo inolvidable antes de lo que luego significó para mí la escuela de la vida, el ponerme en contacto con una realidad a veces negra y en la que me ayudarían mucho los principios hermosos y humanitarios de la enseñanza religiosa recibida en esa institución. Ellos serían determinantes no sólo al permitirme comprender y perdonar a los demás, sino para justificar, lo cual, en definitiva, considero lo más importante. También influyeron en la conformación de mi personalidad, en cómo enfrentar dificultades que se deben vencer y me han permitido desarrollar la capacidad de ser selectiva. Nunca debe olvidarse que la vida es una constante selección de cosas. Hasta de las más sagradas.

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