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María de los Ángeles Santana (XVIII)

29 de marzo de 2019

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Para los lectores de esta sección procedemos a intercalar capítulos de nuestro libro Yo seré la tentación: María de los Ángeles Santana, publicado por el sello Letras Cubanas, cuya tercera edición acaba de ser puesta a la venta en ocasión de la Feria Internacional del Libro de La Habana correspondiente al 2017.

El texto continúa hoy en la parte en que la Santana describe el ambiente social de la calle Milagros, en La Víbora, donde habitaría con sus padres, tras regresar a La Habana del central Constancia.

Así fueron los predios de la familia Santana-Soravilla en esa cuadra de la calle Milagros, en la cual convivimos con gente que mi infantil imaginación elevó a la categoría de personajes. El primero de ellos se encontraba en nuestra propia acera: un zapatero remendón y limpiabotas italiano, con el que a menudo mi padre entabló extensas conversaciones y refrescó sus conocimientos de ese idioma. Este señor denotaba cierta cultura, y revivía al papá mencionarle famosas construcciones, museos, calles y avenidas de Roma.

Después del italiano, estaba una barbería de hombres, pero en la que su dueño pelaba a los muchachos del barrio, sin distinción de sexos. A las hembras nos dejaba bien cortico el cabello y hacía el característico cerquillo. Luego, en la esquina, la gran bodega, en la cual su propietario se esmeraría en la venta de víveres finos o de los más comunes en el uso cotidiano. Al cruzar a la acera de enfrente, aparecían unos japoneses que abrieron un puesto en el que vendían frituras, bollitos, mariquitas de plátano y no recuerdo cuántas cosas más, que resultaban una verdadera delicia. Por unos centavos comprábamos esas golosinas, que entregaban en cartuchos grandes. Estos japoneses contrataron a negros con una marcada ascendencia africana, que fundamentalmente condimentaban platos de cierta elaboración compleja, a partir de vegetales y yerbas que jamás he oído mencionar otra vez.

A continuación de ese puesto, se encontraban los gallegos de la carbonería, con sus mulos para el desplazamiento de los carretones. Esos animales eran los que en realidad se bañaban, ya que siempre se encontraban relucientes y sus conductores no sé a qué hora se empataban con el agua y el jabón, su piel constantemente se veía impregnada con el tizne del carbón. Una de mis osadías infantiles consistió en escaparme y pedirles que me montasen en uno de aquellos mulos tan mansos, en lo cual siempre me complacieron al darme una vueltecita por la calle Milagros.

Se levantaba, junto a esa carbonería, una vivienda señorial, habitada por la gallega Tomasa, inculta y bulliciosa, que fuera la sirvienta de la familia propietaria de esa casona, de la cual sólo sobrevivió uno de sus miembros: el señor Lorenzo, quien, por el contrario, poseía una vasta cultura y se proyectaba bondadoso y tranquilo. Ambos constituían dos personajes contrastantes en la cuadra y ella lo cuidaba mucho, se preocupaba extraordinariamente de su alimentación, de la ropa que usaba.

Otra familia digna de destacar fue la Salmon, que residía al lado de mi casa y dio muchachas que brillaron en el basquetbol, entre las que llegó a ser la más famosa la madre del periodista Miguel Ángel Masjuán. Como casi todas se dedicaban al deporte, constantemente se les veía alegres, cantaban, decían chistes. Llevaban un modo de vida distinto al de mi casa, en la que mis padres mantenían el respeto hacia los horarios para cada cosa.

Esos son mis recuerdos sobre gente de la cuadra y mi morada de la calle Milagros, en el reparto Lawton, donde transcurriría otra parte de mi niñez y mi juventud. Desde un primer momento, nos vimos rodeados de simpatía y aprecio, y siempre existió algo muy lindo: ningún vecino vivía metido en la casa de otro. Cada familia disfrutaba de la privacidad de su hogar. Pero si en una circunstancia determinada alguien necesitaba ayuda, todos se daban cita para extenderle una mano solidaria.

(CONTINUARÁ…)

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