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María de los Ángeles Santana (XVIII)

18 de octubre de 2019

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Para los lectores de esta sección procedemos a intercalar capítulos de nuestro libro Yo seré la tentación: María de los Ángeles Santana, publicado por el sello Letras Cubanas, cuya tercera edición acaba de ser puesta a la venta en ocasión de la Feria Internacional del Libro de La Habana correspondiente al 2017.

El 7 de mayo de 1933 arriba a La Habana el nuevo embajador norteamericano en Cuba: Benjamin Sumner Welles. La vida nacional empieza a girar en torno a ese diplomático y su principal tarea: la «mediación», la cual promueve reuniones conciliatorias entre opositores y el gobierno en busca de una fórmula pacífica que ponga fin a los problemas internos en el país y frene la creciente fuerza del movimiento revolucionario.

Grupos de la oposición a Machado aceptan con beneplácito los oficios del diplomático, que rechazan —aunque no son consultados— el Directorio Estudiantil Universitario, la Confederación Nacional Obrera de Cuba, el Ala Izquierda Estudiantil, la Unión Radical de Mujeres y la Unión Revolucionaria, encabezada por Antonio Guiteras Holmes, entre otras colectividades.

Rubén Martínez Villena insta al pueblo a realizar huelgas parciales por sectores hasta su transformación en una de carácter general. El paro que el 4 de julio inician los obreros de la Empresa de Ómnibus de la capital se extiende a las más diversas esferas de la economía criolla y se convierte en una acción unida de toda la nación que protagonizan obreros, estudiantes, maestros, profesionales, campesinos, políticos, empleados públicos y comerciantes e industriales de la pequeña empresa.

Al divulgar una emisora clandestina el 7 de agosto la falsa noticia de la fuga de Gerardo Machado, esbirros del régimen ametrallan a la indefensa multitud que se lanza a calles habaneras, con el resultado de más de 20 muertos y 170 heridos. La ciudad se llena de luto y espanto, pero el movimiento huelguístico se intensifica. El Senado y la Cámara de Representantes suspenden las garantías constitucionales, se declara oficialmente el «estado de guerra» nacional y Benjamin Sumner Welles recaba entonces el apoyo del ejército con el objetivo de impedir el triunfo popular.

Iniciada la revuelta de los militares, el 12 de agosto de 1933, por gestiones del procónsul estadounidense, se facilita la fuga del tirano en un avión que despega del aeropuerto de Rancho Boyeros y lo conduce a Nassau, en las Islas Bahamas. La muchedumbre asalta las residencias de personeros del déspota, algunos de ellos reciben de inmediato el ajusticiamiento de manos de ciudadanos enardecidos y otros, para evitarlo, apelan al suicidio.

Queda abierta una nueva etapa en la historia de la isla. Si bien el golpe militar satisface el deseo del pueblo de derrocar a Machado, aborta el proceso revolucionario de la década de los años 30. Sumner Welles impone en la presidencia al abogado Carlos Manuel de Céspedes y Quesada, que —a poco tiempo de regresar del extranjero en funciones de índole oficial— dista de ser la figura exigida por esa circunstancia histórica para regir los destinos de la patria.

El 4 de septiembre lo separa del máximo cargo político un golpe militar que dirigen los sargentos Fulgencio Batista y Pablo Rodríguez, con el apoyo del Directorio Estudiantil Universitario, el cual designa los miembros de la denominada Pentarquía: Ramón Grau San Martín y Guillermo Portela, ambos profesores universitarios; el periodista Sergio Carbó, el abogado José Miguel Irrisari y el banquero Porfirio Franca. En los cinco días que subsiste tan ineficaz fórmula colegiada de gobierno, Carbó otorga a Batista al grado de coronel y lo nombra jefe del Estado Mayor del Ejército.

Desintegrada la Pentarquía, Ramón Grau San Martín asciende a la presidencia. Su administración se convierte en campo de pugnas entre las tres posiciones heterogéneas que la conforman: la extrema derecha, el centro vacilante y la izquierda combativa, respectivamente representadas por Batista, Grau y Antonio Guiteras Holmes, el único promulgador de leyes en beneficio de los ciudadanos.

Ante tal situación, Washington designa un nuevo embajador: Jefferson Caffery, encargado de adoptar medidas urgentes que contrarresten el alcance de las leyes revolucionarias dictadas por Guiteras desde la Secretaría de Gobernación y la de Guerra y Marina. El 15 de enero de 1934 depone a Ramón Grau San Martín un golpe militar, encabezado por Batista, que inicia la estrategia de poner y quitar presidentes a su antojo.

Luego del papel de primer mandatario que durante poco más de 72 horas encarna el ingeniero Carlos Hevia, lo sustituye en tal responsabilidad el coronel Carlos Mendieta. Por aquella época se abroga la Enmienda Platt, la cual ya carece de interés para Estados Unidos de Norteamérica al afianzar sus intereses económicos en Cuba ese año con la firma de flamantes tratados de Relaciones y de Reciprocidad Comercial.

La isla padece una tormentosa situación. El Partido Revolucionario Cubano (Auténtico) y la organización Joven Cuba, respectivamente fundadas por Grau San Martín y Guiteras, enfrentan abiertamente al gobierno de Caffery-Batista-Mendieta. El terror político y el asesinato de opositores se incrementan. Para acallar las protestas del pueblo son instaurados los Tribunales de Urgencia, que integran magistrados al servicio de la dictadura e ignoran las más elementales garantías de un proceso judicial.

Una digna respuesta simboliza la huelga general de marzo de 1935. Sin embargo, roída por contradicciones y desavenencias de las colectividades obreras, que carecen de organización y de recursos efectivos para enfrentar al gobierno, la aplastan seguidores de Batista con el respaldado de Jefferson Caffery. Resultados de su fracaso serían el arresto de miles de luchadores, incontables crímenes, el allanamiento militar de centros de enseñanza, principalmente de la Universidad, la destrucción de sindicatos, el exilio de numerosos opositores y el asesinato de Antonio Guiteras y del combatiente venezolano Carlos Aponte, en El Morrillo, Matanzas, el 8 de mayo de 1935.

A raíz de la renuncia de Mendieta, desde el 12 de diciembre desempeña la presidencia el diplomático y político José A. Barnet Vinajeras, que anunciará su retiro a la vida privada al convocarse a las primeras elecciones tras eliminarse la autocracia machadista y el 20 de mayo de 1936 ascender a la jefatura del gobierno el abogado Miguel Mariano Gómez.

Sus divergentes criterios con el jefe del Ejército, Fulgencio Batista, por el manejo de las recaudaciones estatales, determinan que el coronel «ordene» al Congreso la destitución de Gómez. Dócilmente, el Parlamento se encarga de efectuarlo, después de emitir una amañada acusación, según la cual el presidente de la República interfiere el desenvolvimiento del Poder Legislativo.

En altas horas de la noche del 23 de diciembre de ese año, Miguel Mariano Gómez abandona el Palacio de la calle Refugio y se traslada a otro que construyera su progenitor, José Miguel Gómez, en Prado y Trocadero. Al siguiente día obtiene el cargo vacante el coronel y doctor en leyes Federico Laredo Brú, que lo desempeña hasta el 10 de octubre de 1940.

Después de la caída de Machado prácticamente nos acostábamos con un presidente y, al amanecer, despertábamos con otro. Pero en cada uno de los gobiernos posteriores, la situación se mantuvo tensa en Cuba y continuó, en más de una oportunidad, el cierre de centros de estudios. Mis padres, aunque nunca me lo prohibieron, se alarmaban si me retrasaba en retornar a la casa. Esas dos razones influyeron en que abandonara mis planes de estudiar Medicina, era lo que había visto a mi alrededor y yo deseaba continuar la obra de papá.

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Por un tiempo solo seguí estudiando piano y canto con mamá hasta que una excondiscípula del colegio de Lourdes me entusiasmó a matricular en el Instituto de Estudios Comerciales o Academia Berritz, como se le decía comúnmente, radicada en la calle San Francisco, de la Víbora. Ahí estudié unos dos años mecanografía y taquigrafía, en español e inglés, idioma en el que amplié los conocimientos adquiridos en Lourdes. Aprendí una taquigrafía avanzada en la época, con el método Gregg, y al hacer los exámenes finales en el Instituto aparecí retratada en el Diario de la Marina junto a otras tres alumnas que también alcanzaron las más altas calificaciones en ese curso: Lilianne Ducrot, Julia de la Osa y Zoila Lugones.

Tras graduarme, me di a la tarea de buscar empleo, e hice gestiones en varios lugares. Insistí por aquí y por allá, con el aliento de mis deseos de ser independiente, ya que siempre fui reacia a pedir dinero para mis gastos, a pesar de que mis padres jamás me lo negaron y, hasta en un momento determinado, papá me fijó una mesada. Pero no me sentí bien, a consecuencia del tratamiento que se le daba a una mujer joven, sin experiencia en la vida, al pretenderse utilizar una oferta de trabajo con insinuaciones que no consideraba correctas y comenzó a desanimarme la imposibilidad de ejercer mis estudios de taquigrafía y mecanografía. Decidí hablarlo con mi padre y le expliqué: «Como tengo interés hacia tu profesión, la cual no he podido estudiar por los motivos que conoces, me gustaría estar en contacto con la misma; no sólo servirte de ayuda con tus pacientes, sino también con las exigencias de una secretaria que pudieras contratar: pasarte en la máquina de escribir las historias clínicas; tomar dictados tuyos y organizar las solicitudes de los turnos. ¿Estarías dispuesto a utilizarme?».

Le pareció buena la idea, sobre todo, el tenerme cerca. Porque él me adoraba; solamente con mi presencia se sentía tan a gusto, tan feliz, que me admitió en su consultorio. Me convertí en su mano derecha, no sólo en lo relacionado con su labor, sino que hasta a veces le levantaba el ánimo. Ya emanaba de mí ese afán de repartir entusiasmo, ternura, caridad, entre los demás. Eso funcionó satisfactoriamente con papá y su clientela, puesto que algunas personas empezaron a preguntarle:«¿No ha venido María?, ¿no vendrá María?» Claro, asistían mujeres que me confiaban enfermedades o trastornos y tenían ciertos reparos en contárselos al doctor, aunque él estuviera harto de explicar que era igual a un cura confesor y cualquier situación planteada formaba parte de la ética profesional.

Esta experiencia, sumada a las clases con mi madre, me mantenía animosa. En los ratos libres practicaba basket ball con las Salmon, asistía a actividades en el Club San Carlos, o, con algunas amistades, frecuentaba El Vedado, donde alcancé a vislumbrar el paso del tranvía por la avenida Línea, en la que resido ahora. Se quedó con este nombre al poseer una doble línea: una de ida y otra de regreso, sobre la cual circulaba el célebre tranvía Vedado-Muelle de Luz.

Vi el crecimiento del Malecón, que se erigió por tramos, y era fantástico con una serie de playas, como decían, aunque en realidad eran partes del litoral convertidas en pocetas. Estaban bien protegidas de animales malignos y de las miradas y asedios masculinos que podían darse en lugares abiertos, pues no dejaban mezclar los sexos. Si nos acompañaba un hombre, debía esperar en la salida; no le daban acceso. Nunca manifesté inclinación hacia ellas; mis mejores experiencias en el mar las había tenido en Nuevitas, con mi abuela Adela y amistades.

También tomaba un tranvía que me dejaba por la calle San Lázaro para ir a la esquina en que se encontraba el café Vista Alegre, el cual visitaba mi tío Miguel Soravilla. Ese sitio gozaba de una gran connotación entre los habaneros, era el principal punto de cita de famosos trovadores y compositores, entre ellos Sindo Garay. Cantaban ante un público amante de la música, al que ofrecían algunos de los más extraordinarios espectáculos musicales de La Habana en aquella época. Se hacían estupendos dúos de canciones cubanas que nunca se podrán olvidar y de allí salieron insignes figuras de nuestra música popular.

El café Vista Alegre se asociaba a un mundo fascinante: el de la vida bohemia. Una bohemia muy criolla en la que no existían el reloj y el almanaque. Fue un ambiente maravilloso y, al hacer estas afirmaciones, no deseo pecar de idealista con respecto al pasado. No quiero que se piense que soy una mujer deslumbrada ante una época transcurrida. Si la miro y analizo de una manera tan hermosa es por asociarla a mi juventud, y al ser fiel a los recuerdos de tal etapa es razonable, a ratos, mi evocación un tanto sublime, sin dejar de admitir la sordidez impuesta a nuestro alrededor y que quizás enfrenté un poco tarde durante el machadato.

A grandes rasgos, así transcurrió mi existencia una vez terminados mis estudios en el Instituto de Ciencias Comerciales, hasta que cambiaría al depararme la vida un inesperado encuentro con Fernando Portela Rojas, mi primer novio y esposo.

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