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María de los Ángeles Santana (XVII)

10 de mayo de 2019

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Para los lectores de esta sección procedemos a intercalar capítulos de nuestro libro Yo seré la tentación: María de los Ángeles Santana, publicado por el sello Letras Cubanas, cuya tercera edición acaba de ser puesta a la venta en ocasión de la Feria Internacional del Libro de La Habana correspondiente al 2017.

Son numerosas las reminiscencias de María de los Ángeles Santana acerca de su paso por el colegio de Nuestra Señora de Lourdes, donde cursa desde el sexto grado hasta finalizar la segunda enseñanza. En sus comentarios hay énfasis cuando rememora el programa pedagógico de las monjas filipenses en ese instituto habanero, incorporado a la labor de otras cincuenta y siete congregaciones religiosas dedicadas a la docencia en Cuba a lo largo de cuatro siglos (1582-1961), durante los cuales abren centros privados y parroquiales a lo largo y ancho de la Isla.

En Lourdes se recibía una educación integral, aparte de lo que significaba la formación religiosa. A mí me gustaban mucho las clases de Literatura e Historia, tantas veces escrita por el hombre a su antojo, en las que me creía protagonista de hechos relacionados con ella, y asimismo me interesaba la Geografía.

Pero las restantes asignaturas equivalían a hablarme en griego. A la Matemática, aunque tuve que aprenderla, nunca le puse el amor que necesita una ciencia tan importante. Para mí resultaba estricta, exenta de belleza. No se puede despertar la ilusión con la Matemática, lo cual sí sucede con la Literatura y la Historia, que me posibilitaban recurrir a algo tan necesario para mí: la fantasía. Incluso, yo podía seguir las normas más rigurosas de la Gramática, y, sin embargo, llenarlas de cierta poesía, de lo cual hasta uno mismo se asombra. Todo eso no sólo le permite a uno hermosear la vida, sino conciliarse con aspectos de la existencia humana que llegan a rechazarse, si los contemplamos de una manera rígida.

Con independencia de los programas de estudios de Lourdes, otro aspecto admirable fue la consumada educación que se daba a las alumnas, como por ejemplo, lo enseñaban a uno a economizar. Recuerdo que varios alimentos de necesidad diaria se preparaban en la escuela, entre ellos el pan. Las monjas adquirían sacos de harina, la amasaban y moldeaban, para luego cocinar el pan en hornos que existían en el colegio. Compraban cerdos y, después de aprovechar su carne, les quitaban la parte que podía convertirse en grasa, la cual depositaban en unos toneles grandísimos.

También poseían una huerta, donde cultivaban diferentes tipos de vegetales que servían en las comidas, y al darnos clases de arte culinario se basaban en el óptimo balance de la dieta cotidiana y en el ahorro. Nos enseñaban a no desperdiciar los ingredientes y a preparar con un mínimo de ellos una buena comida criolla o de otros países, pues en la escuela había monjas de diversas nacionalidades: españolas, mexicanas, chilenas… que traían consigo conocimientos, costumbres y recetas de platos típicos de los lugares en que nacieran y ponían al servicio de las niñas en el colegio.

Entre ellas había unas bordadoras excelentes que aprendieron el arte de la lencería en distintas provincias de España de las cuales eran oriundas. Aún conservo tapetes y otras piezas que son verdaderas obras de arte, y nos orientaban cómo hacer para ayudarnos a completar nuestra educación de futuras amas de casa.

Del mismo modo, en las clases de Orden y Aseo nos recalcaban la manera de ahorrar el jabón en el lavado de la ropa, y a planchar con un consumo mínimo de electricidad. O sea, lo formaban a uno desde el simple uso de una cazuela hasta la preparación intelectual, aplicando el buen humor y la maestría que caracterizan a las personas consagradas de lleno a la vida religiosa.

Ellas fijaban una disciplina en las comidas, los estudios o las cuestiones religiosas. Nos mantenían durante el día en un orden tal, que cada actividad tenía establecido un horario inalterable para hacer otra, incluso hasta las de carácter piadoso, porque estaba bien determinado el de ir a la capilla del colegio, de rezar el rosario. Lourdes se basaba en la disciplina, y eso nos permitió adquirir el verdadero concepto de acometer las cosas con seriedad.

Frecuentemente celebraban fiestas religiosas, actos patrióticos y organizaban excursiones a distintos parajes de La Habana, como Cojímar, la Academia Militar o Cayo Masón, en el Mariel, los manantiales La Cotorra, en Guanabacoa, al reparto Naranjito y a Guanajay, donde visitábamos a las madres escolapias. Al irnos de excursión yo era una de las más osadas del grupo. Si unas muchachitas se subían a una peña, me encaramaba en otra más alta, seguida por dos o tres condiscípulas. Íbamos de lo más cuidaditas, con los uniformes que daban gusto. Pero siempre regresaba que era un asco y muchas veces hasta con jirones en la ropa que trataba de ocultar de las monjas para evitar regaños. Además, me daba por decir canciones religiosas que nos enseñaban en la escuela. Yo era la que tomaba la iniciativa de organizar el improvisado coro en que cantábamos y nos divertíamos por lo grande.

Ir a un sitio en que hubiese una playa significaba lo máximo para mí, porque entre las cosas que más he amado en la vida ocupa uno de los primeros lugares el mar. En algunas ocasiones paseábamos en lancha y lo que sí me disgustaba era tener que bañarme con aquellos trabajos que se usaron y no me dejaban percibir esa delicia de las olas al acariciar el cuerpo. No concebía hacerlo con esos mamelucos hasta debajo de las rodillas, otro inmenso mameluco puesto sobre el pecho y un gorro que me tapaba la cabeza, el cual siempre zafaba un poco con disimulo para que el agua me penetrase. Menos mal que el mundo ha cambiado y en la actualidad hay monjas que se visten casi igual que cualquier persona de la calle y al llevar a la playa a las alumnas de las escuelas, tanto unas como las otras usan trusas modernas.

Para organizar el acto de fin de curso las monjas no tenían comparación. Inauguraban exposiciones de dibujo, de pintura y de labores realizadas por las discípulas, que despertaban el interés de los visitantes. En la sala-teatro se hacían las tradicionales puestas en escena de dramas y comedias basadas en temas religiosos, en las que los libretos y casi la totalidad de los elementos del vestuario y de la escenografía los confeccionaban las propias monjas.

Quiero destacar que con esas representaciones las monjas filipenses alentaron mi primera vocación por el teatro. Nunca olvido la escenificación de una obra titulada A orillas del Nilo, en la cual encarné el personaje de la hermanita de Moisés. Se siguió la misma narración de la Biblia de dejarlo a él dentro de un canastillo lanzado a ese río, de donde lo rescataría la hija del faraón. Pero como la cesta con Moisés se adentró más de lo debido en la especie de riachuelo creado en la escuela y se fue a mucha velocidad, adopté la decisión de meterme en el agua para coger a Moisés. Finalizado el acto, la monja que preparó el montaje de la pieza me dijo: «Fue muy buena su solución. Seguramente la hermana de Moisés hubiera hecho lo mismo en la vida real con el fin de protegerlo».

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