ribbon

María de los Ángeles Santana (XLV)

1 de mayo de 2020

|

 

En-Veracruz-México-Custom

 

Para los lectores de esta sección procedemos a intercalar capítulos de nuestro libro Yo seré la tentación: María de los Ángeles Santana, publicado por el sello Letras Cubanas, cuya tercera edición acaba de ser puesta a la venta en ocasión de la Feria Internacional del Libro de La Habana correspondiente al 2017.

 

Terminadas sus referencias acerca de ciertos gustos populares y a la riqueza arquitectónica de diferentes zonas de la ciudad de México en sus primeros contactos con ese centro urbano, María de los Ángeles cita la satisfacción de contemplar por doquier la venta de flores que nunca antes viera y, casi en su totalidad, proceden de los jardines flotantes de Xochimilco.

Por su amor desde la infancia hacia lo que establezca cualquier relación con la naturaleza, uno de los primeros sitios que ella manifiesta interés en conocer sería precisamente esa zona lacustre que algunos denominan la Venecia de América y se encuentra situada junto al pueblo homónimo, a poco más de 20 kilómetros del centro de la capital mexicana. El 30 de octubre de 1943, fecha de su preliminar visita a este punto geográfico de México, comparable con un tapiz de entretejidos canales y “chinampas”. La Santana anota en el reverso de una fotografía enviada a sus padres: “Paseando por el encantador lago de Xochimilco, que invita a la poética contemplación y a la paz de los espíritus”.

Completamente distintas a las emociones del Toreo eran las experimentadas al uno encontrarse en Xochimilco; aquí lo poético empezaba a ejercer su predominio desde que se ponían los pies dentro de las “trajineras”, esas canoas con el fondo plano, sus nombres adornados con flores en la parte delantera y especialmente construidas para recorrer los canales que separan las denominadas “chinampas”.

Nunca olvidé cómo se llamaban tales embarcaciones, porque en realidad se convertían en un verdadero trajín. Siempre he sido muy intrépida, deseaba probarlo todo y entre mis planes estaba escribirle a mi familia y contarle que había podido estar en una “chinampa” de Xochimilco y a bordo de una “trajinera”, en la cual había remado. Pero resultó imposible, sus conductores, que puedo calificar los magos de la vara, adquirían  desde  niños  una habilidad especial  para enterrarlas  en el fondo de los canales de poco calado que unen los islotes e impulsar sus embarcaciones de una forma tan precisa que ni el ruido de ese tipo de remos perturbaba la tranquilidad del idílico ambiente de Xochimilco.

Cualquier persona se sentía en otra galaxia al recorrer algunas de esas islitas, en las cuales las indias vendían adornos florales, alimentos, bebidas, sarapes y, fundamentalmente, flores, ataviadas con sus pintorescos vestidos y ese trenzado con estambres de distintos colores hecho en el pelo y que únicamente ellas conocen el secreto para lograrlo. Las “chinampas” rivalizaban unas con otras por ser la más bonita, la mejor cultivada, y de su tierra brotaban incontables árboles [1] muy altos, semejantes a los sauces, y la más amplia gama de flores que he visto en mi vida: pensamientos, rosas, azucenas, margaritas, orquídeas, claveles, jazmines, lirios…

No en balde Xochimilco ha inspirado poemas y canciones. Conformaba entonces el respiradero espiritual que permitía a los pobladores de la ciudad de México reponerse del agobio de la capital, de las fatigas dejadas en el cuerpo y la mente como consecuencia del trabajo de la semana. En ese mundo mágico y lleno de romanticismo sólo se oía el trino de las aves y la música a fondo ejecutada por indígenas que pasaban en botes hechos con troncos de los árboles o los “corridos” y canciones entonadas por grupos de mariachis desde trajineras que se desplazaban a lo largo de los canales, donde vi. abundantes flores de agua, las cuales al ponerse en contacto con la mano del hombre se cerraban de inmediato como una sabia medida de tal especie para evitar afectaciones en su fragancia o en su textura.

En los días posteriores a nuestro viaje a Xochimilco, fuimos a un lugar que representa uno de los principales sitios arqueológicos del continente americano: Teotihuacán. De lo que fuera una imponente ciudad subsisten majestuosos templos y dos gigantescas pirámides, destinadas a rendir culto a los respectivos dioses de la naturaleza: la Luna y el Sol.

Subí a la última de ellas mencionada, aunque Julio no quiso acompañarme en esa aventura, a la cual renunciaban muchos turistas, podía terminar en un vértigo y los que en tal ocasión llegamos a la meta fue con bastante esfuerzo. Recuerdo que después no podía descender por lo empinada que es, carecer de dónde uno sujetarse con completa seguridad y la estrechez de sus escalones, que casi nada más poseen el espacio requerido para apoyar la planta del pie. Con el fin de impedir la pérdida del equilibrio, sólo pude hacerlo lenta y cuidadosamente, algo muy incómodo, pero que compensaron mis deseos de conocer esa zona, los restos de tan antiquísima ciudad que, sin duda alguna, representa uno de los máximos aportes arquitectónicos de México al resto del mundo.

Con posterioridad fuimos a la ciudad de Pátzcuaro, la cual rezumaba un encanto especial con la cordialidad de sus pobladores y parecía que acababan de construirse sus varios conventos y templos de diversas órdenes religiosas de la etapa colonial.

Pátzcuaro está situada junto a un lago con igual nombre y en él hay unas islas, de las cuales Julio y yo visitamos Janitzio, en la que me llamaron la atención unos niños pescadores empeñados en arrebatarles sus tesoros al mar. Era maravilloso su manejo de las redes, cómo pescaban o atrapaban peces en grandes profundidades sin el empleo de máscaras. Casi al nacer, sus padres los tiraban al agua, que llegaba a ser para ellos como permanecer en la tierra y, por eso, adquirían un dominio absoluto de su respiración, de saber con exactitud la reserva de aire requerida para mantenerse buceando en el mar y salir de él con sardinas vivitas y coleando que, después de matarlas de un manotazo, colocaban sobre unas tablas.

Luego viajamos a Acapulco, la meta de los recién casados, al poseer playas caracterizadas por la limpidez de sus aguas y el agradable entorno de la propia ciudad, que aún no contaba con los fastuosos hoteles, residencias e instalaciones deportivas edificadas poco después. El Acapulco de esos años lo ponía a uno en pleno contacto con la naturaleza mediante sus pequeños balnearios y casitas en las cuales existían tiendas con artículos que formaban parte de un lugar tan bonito y en cuya bahía, igual que en la de La Habana, los españoles levantaron una fortaleza militar.

En esta urbe vi a los indios bajar desde escarpadas montañas que la rodean hasta el litoral. Eran bastante reacios a conversar con los extranjeros que iban hasta los sitios de su pintoresco comercio, pero tal vez la confianza generalmente inspirada por los cubanos me permitió hablar durante largo rato con algunos y entablar una hermosa relación. Esos indígenas trasladaban hasta la ciudad productos comestibles y objetos que elaboraban como, por ejemplo, sandalias de piel y collares de distintas semillas. Allí me permitieron conocer el extraordinario valor del sarape, cómo lo confeccionan, la habilidad con que las indias lo tejían.

Al encontrarse también en el estado de Guerrero fuimos seguidamente a Taxco, que resplandecía ante la prodigiosa conservación de valiosos edificios construidos por los colonizadores españoles, entre ellos una iglesia[2] que deslumbraba a turistas de muchas partes del mundo, fundamentalmente los artistas atraídos por la riqueza arquitectónica de la ciudad.

Me encantaron las callecitas empedradas y angostas de Taxco, sus casas asimétricas, casi todas con sus fachadas pintadas de blanco, los techos cubiertos de tejas rojizas y adornadas con flores, que son para el mexicano un elemento indispensable en su vida; en cada uno de los sitios que recorrí durante las giras artísticas o por el simple placer de visitarlos, me percaté de que el detalle más importante para ellos estaba en la flor o en una planta ornamental.

En Taxco existían comercios por doquier, a la vista del público, prácticamente en la calle, integrada a ese mercado, cuyo aspecto fundamental se basaba en actividades artesanales y la joyería en plata. Qué maravilla para un ser humano observar de cerca collares, pulseras, aretes, sortijas, anillos, prendedores e, incluso, llaveros y abrecartas; en fin, cualquier pieza labrada por verdaderos maestros orfebres que apenas hablaban mientras creaban tantos objetos llamados a hacer famoso a ese centro urbano a lo largo de los siglos.

Era la mejor actitud, la conversación podía perturbar la magia con que esos artistas lograban sus obras, sin similitud con las de otras partes de México. Por lo menos en aquel tiempo eran alhajas hechas a mano o con el auxilio de pocos instrumentos dedicados a moldear la plata, el oro, el cobre e incrustar piedras semipreciosas como la amatista, la ágata y la cantárida o piedra de luna, nombre que no olvidé, ya que es la de mi signo zodiacal, Leo, y precisamente la pude conocer en Taxco.

Cuando uno paseaba por las tiendecitas o talleres de esos orfebres tropezaba con un tesoro mayor: la aceptación de ellos al percatarse de que uno no acudía a sus establecimientos por el simple hecho de curiosear las piezas, sino también para elogiárselas. Se mostraban sumamente complacidos y, al ver que uno de sus trabajos despertaba la emoción de alguien, se levantaban del asiento y lo obligaban a ponérselo, a que por breves minutos luciera aquel primor de orfebrería, sin la finalidad de que la persona en cuestión se interesara en comprarlo.

A Taxco nunca lo podré olvidar en el conjunto de los parajes que visité en México, puesto que la capital aturdía con su inmenso tráfico y para reponernos de las toxinas, de los gases expedidos por los motores de los vehículos, de todo lo que obstruccionaba las fosas nasales, yo le decía a Julio: “Vámonos a dar una vuelta por Taxco o Xochimilco”, lugares donde uno se sentía diferente, nos cambiaban el sentido de la apreciación de la belleza al conservar el encanto de los parajes que no habían sido objeto de un comercio desenfrenado, del tránsito incesante, del populismo que a veces mancha las cosas más puras.

Galería de Imágenes

Comentarios