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María de los Ángeles Santana (XL)

21 de febrero de 2020

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María de los Ángeles Santana y Julio Vega

Para los lectores de esta sección procedemos a intercalar capítulos de nuestro libro Yo seré la tentación: María de los Ángeles Santana, publicado por el sello Letras Cubanas, cuya tercera edición acaba de ser puesta a la venta en ocasión de la Feria Internacional del Libro de La Habana correspondiente al 2017.

 

En 1942 María de los Ángeles Santana reside junto con sus familiares en una vivienda numerada con el 404 en la calle Galiano, aunque el consultorio médico paterno se mantiene en el descrito inmueble de La Habana Vieja. Su ajetreo semanal por los estudios de canto y el quehacer en la radio se interrumpe entonces cada domingo con las visitas a la finca de Miguel Gabriel Jurí en la llamada Curva de Cantarranas, en Arroyo Arenas, donde en los últimos meses del citado año conoce a Julio Vega Soto, quien daría un viraje sentimental a su existencia, luego de un encuentro novelesco.

 

Yo había establecido una relación muy cordial con Miguel Gabriel, que fue un árabe de buena ley y como tal practicaba principios severos con respecto a la amistad. En muchas ocasiones le decía: «Usted es un brujo, tan solo con verme, sabe si me pasa algo». Tuvo la facultad de captar en el acto si uno se encontraba preocupado por un problema y trataba de cambiar lo que ensombrecía un poco tu existencia.

A pesar de tener mucho menos edad que Miguel Gabriel, antes de ser una artista conocida en la CMQ, fui su amiga, una especie de confidente, motivo por el cual me incluyó en el grupo de personas, fundamentalmente muchachos y muchachas, que él invitaba los domingos a pasarse el día en su finca Villa Julita. Eran unos domingos deliciosos en que nos entreteníamos bañándonos en la piscina y paseando en motocicletas, en cuya parte de atrás montábamos las mujeres, y a veces salíamos de excursión hasta lugares distantes, como la playa de Varadero.

Uno de esos domingos se apareció un joven muy buen mozo, que primero causó sensación  por  llegar en una Harley Davidson 74 con  válvulas a la cabeza, que  era último modelo de esa marca, y enseguida lo rodearon unas pollitas deslumbradas por el vehículo y el ejemplar masculino que la conducía. Al llegar la hora del paseo, Miguel Gabriel me dijo: «María, tenemos un nuevo invitado. Es un muchacho que vino con una magnífica motocicleta y entre todas las jóvenes reunidas aquí te ha seleccionado como su pareja en la excursión de hoy». Inmediatamente le respondí: «No, Miguel Gabriel, tengo mis amigos que suelen llevarme en los recorridos de cada domingo y son de mi entera confianza. No existe un motivo, excepto satisfacer el deseo de ese señor, para yo abandonar a las personas con que habitualmente paseo». «María, por favor, no me hagas quedar mal. Le prometí al muchacho que lo acompañarías». «No, Miguel Gabriel, me voy con mi compañero de siempre, Antolín, el hermano de Luis Bretos»,  representante en La Habana de la venta de las famosas Harley Davidson que deslumbraron a los jóvenes de mi generación.

¿Qué urdió entonces Miguel Gabriel? Aprovechó un momento en que yo estaba distraída e hizo partir a todos sus invitados en las motocicletas dejándome sola con Julio en la finca. Hay que calcular mi indignación y le dije: «Mire, no tengo nada en contra suya. Pero no lo conozco, ni hemos sido presentados previamente. Miguel Gabriel mostró interés en que yo lo acompañara a usted, lo cual me parece extraño, hasta hace un rato lo vi rodeado de una serie de muchachas que tal vez conocía al conversar de una forma tan amena con ellas y seguramente alguna se hubiera brindado para seguirlo en su motocicleta». «Pero solo me interesa que mi compañera sea usted», contestó él, y con mucha cortesía me invitó a subir en su Harley Davidson, poseedora de una potencia tan grande que daba la impresión de devorar la carretera.

Cogimos por la Curva de Cantarranas y frente por frente a lo que en la actualidad es el hospital Frank País existía un cabaret campestre llamado Sans Souci, en cuyos alrededores aparecían numerosos vericuetos, muchas callecitas empedradas, una serie de senderos que le daban una belleza especial a ese sitio. Y este hombre que me transportaba en su motocicleta empezó a meterse por esos laberintos y pasaban uno tras otro los minutos sin salir a la carretera.

De pronto, le pedí que parara y me bajé de la Harley Davidson para advertirle: «Si todo esto es un ardid suyo con la finalidad de conseguir algo más allá de la simple compañía de una persona, se ha equivocado por completo. No admito que nadie me imponga ciertas cosas. Déjeme aquí y veré cómo me las arreglo para regresar a mi casa». «Por favor, no haga eso. Quise darle la impresión de conocer estos parajes como nadie y, se lo juro, me he perdido. No sé cómo puedo salir de aquí. Si usted conoce este lugar, condúzcame a la salida», me imploró él.

Decidí permanecer a su lado y, valiéndome de mi buen sentido de la orientación, lo ayudé a localizar la salida a la carretera al notar sus palabras despojadas de engaño; tan solo era un hombre angustiado por encontrarse extraviado a consecuencia de su pretensión de comerse el mundo, que lo apabulló en un lugar tan idóneo para un ambiente romántico.

A la larga aquel disgusto resultó feliz, porque vinieron otros encuentros en los que generalmente se encontraba por el medio Miguel Gabriel, quien me recalcaba: «Debes ir con Julio, ya ustedes constituyen una pareja». Y uno mismo ni se da cuenta de la trampa en que cae poco a poco. Porque el amor no deja de ser una red que te tiran, te envuelve por completo y si bien al inicio uno patalea, después el forcejeo es menor, uno se relaja y se estira con placidez para dejarse cubrir completamente por la malla que lo aprisionó.

En aquel tiempo anhelaba verme querida, halagada, por un hombre capaz de crear a mi alrededor un ámbito de belleza, de fantasía, de todo eso que convierte a la mujer en una dócil prisionera de esa araña que la atrapa en su red. Yo sentía necesidad de mucha ternura, de que alguien borrase de mis recuerdos pasajes de tristeza asociados al divorcio de Fernando Portela, los cuales quizás no eran tan desgarradores, pero me hicieron pensar transitoriamente que para mí había llegado el fin del mundo al verme sin un apoyo sentimental. Y desde el comienzo de nuestro trato, Julio me dio muestras de lo que iba a significar para mí: un mentor, un amigo, un consejero, una persona dispuesta a compartir conmigo todos los aspectos de la vida, sin plantearse ejercer algún tipo de dominio.

Él me hizo sentir mujer en el sentido más amplio de la palabra y hurgó de tal forma en mi alma que dio con secretos que antes nadie logró descubrir. Mentiría ahora si intentara precisar el tiempo exacto transcurrido entre aquel primer encuentro en Villa Julita y el principio de nuestro noviazgo. No recuerdo con exactitud cuál fue el instante de abandonar mis manos entre las de este hombre que iba a ser mi compañero durante el resto de mi vida, ni cuándo me entregué en sus brazos y le di el primer beso, sello que marca una pasión definitivamente.

Sin embargo, puedo asegurar que mi voluntad, cualquier reacción oculta de resistencia, se derrumbaron y me entregué a él por completo, con todo lo que entraña ese término, cuando al besarme por primera vez no buscó mi boca, sino mis ojos, unos ojos a los que antes habían cantado en varias ocasiones; unos ojos cuyo brillo muchos describieran y, sin falsa modestia, despertaban admiración a causa de su belleza. Julio supo captar la ternura añorada por ellos y al besarme los ojos, los párpados, casi como en un acto de unción, vi brotar de él sentimientos que jamás pensé ver anidarse en tan impresionante ejemplar masculino en que todo rezumaba: su piel trigueña, su cabello ondulado, la brillantez de su mirada, la fortaleza de su cuerpo…

Aunque a simple vista nada más podía asociársele al deseo carnal, a la virilidad, a despertar admiración entre las mujeres que me rodeaban —hasta el extremo de tener que pelearlo a veces—, en sus primeros besos detecté una dulzura interior, una ternura inusitada, que me hizo comprender la llegada de mi Waterloo ante aquel individuo ciclópeo.

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