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María de los Ángeles Santana (XIV)

5 de abril de 2019

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tentacion

 

Para los lectores de esta sección procedemos a intercalar capítulos de nuestro libro Yo seré la tentación: María de los Ángeles Santana, publicado por el sello Letras Cubanas, cuya tercera edición acaba de ser puesta a la venta en ocasión de la Feria Internacional del Libro de La Habana correspondiente al 2017.

 

Grabados en la mente de María de los Ángeles Santana se mantienen cada uno de los años vividos en ese reparto que se funda en 1907 con la parcelación de terrenos de Guillermo Wallace Lawton en una zona del barrio Arroyo Apolo nombrada Víbora. Sin embargo, ella desconoce que el origen de esta zona del territorio habanero data del siglo XVII, cuando, en las orillas del Camino Real del Sur —exactamente junto al antiguo ingenio San Francisco de Paula, el cual perteneciera a don Francisco de Lara Bohorques— aparece un caserío que denominan Jesús del Monte.

En 1692 el presbítero Cristóbal Bonifaz de Rivera, propietario de esa finca, cede el espacio en una de sus más elevadas colinas para construir, sobre los restos de una vieja ermita, la iglesia prístina, que tres años más tarde abre sus puertas como auxiliar de la Parroquial Mayor. Tras ser destruida por un huracán, en 1869, se reedifica sobre ella el actual templo en que se venera una imagen de Jesús del Buen Pastor y, desde cuya plazoleta, puede apreciarse un admirable paisaje de la capital.

Poco a poco, el mencionado Camino Real del Sur adquiere singular importancia hasta su transformación, en 1785, en una populosa calzada de igual patronímico a la limítrofe aldehuela, la cual va prolongándose casi paralelamente al surgimiento de nuevas barriadas y sus respectivos repartos en la región. Al estrenarse el siglo XX y la república cubana, ellas se incorporan al intenso desarrollo urbanístico que engrandece a La Habana y, dado el bajo precio de sus terrenos en comparación con otras áreas residenciales de la ciudad, aumenta de modo considerable el número de pobladores, principalmente de sectores de la pequeña burguesía vinculados con la política, la administración pública y la industria.

Es así como en su infancia y adolescencia la Santana se mueve entre los barrios Manuel de la Cruz, Luyanó, Arroyo Apolo —en el cual radica su domicilio— y el que mantiene la original denominación de Jesús del Monte, con la Calzada inspiradora de sendas obras literarias a Andrés Avelino de Orihuela y Eliseo Diego; la Calzada pletórica en comercios y casonas, entre las cuales sobresale la de Ángel Justo Párraga, y en la que el transporte de tracción animal se sustituye por automóviles y por el tranvía de la firma Havana Electric Railway Light & Power Co.; la Calzada donde el aún descontaminado aire de la región ofrece su más intensa pureza en la Loma de Chaple, llamada de tal forma en honor a Eduardo y Andrés Chaple, urbanizadores de esa área e impulsores de la instrucción pública.

Y en aquel Jesús del Monte de las primeras décadas de la pasada centuria, la Santana prosigue los estudios primarios en la Escuela María Inmaculada. El 7 de julio de 1923, al terminar el tercer grado de la enseñanza primaria, ocurre uno de los más memorables sucesos de su niñez: la primera comunión, realizada en la Capilla de los Padres Pasionistas, en San Buenaventura y Vista Alegre, en el reparto Lawton, lo cual consta en una pequeña estampa que reproduce la efigie de san Ramón Nonato e incluye la frase «El amor que se funda en Jesús es verdadero, fuerte, puro y eterno».

El día de mi primera comunión ha sido imborrable por tantos aspectos que la rodean. La primera comunión es sentir el abandono del mundo de la herejía, la existencia de algo sublime en un simple circulito de harina, como la hostia, la cual representa a un ser supremo que te posee y llena la existencia de principios castos y hermosos. Inconscientemente se produce un cambio en nuestro interior, en la manera de sentir y observar lo que nos rodea.

Quizás la primera comunión sea el primer grado de madurez que se adquiere. En ella debe mantenerse la mayor seriedad al arrodillarse frente a un sacerdote para recibir el cuerpo de Jesucristo sacramentado en un óvulo que tanto significa, pues nos hace partícipes de las mejores cosas de la vida, de las que nos elevan por encima de lo material.

Las niñas nunca olvidan el respeto, la unción, con que se ponen su traje y el velo blanco de la primera comunión, que son del mismo color de la transparencia de su alma. Esto significa mucho para ellas, equivale a virtud, es preservar la virtud por encima de todo. Asimismo no pueden olvidar las flores que se llevan en la cabeza y representan la fragancia de lo puro; ni la vela que, a su paso por la vida, debe alumbrar los principios más sólidos adquiridos a través de la religión, de la educación, de la familia, del medio en que se desenvuelven.

Ante esta experiencia de la niñez, el vestido, el velo, la corona de flores, el cirio, permiten pensar que se viene de una corte celestial y lo sitúan [a uno] en la tierra para que la gente contemple que hay algo más puro que la sordidez humana.

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