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María de los Ángeles Santana (XI)

15 de marzo de 2019

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Para los lectores de esta sección procedemos a intercalar capítulos de nuestro libro Yo seré la tentación: María de los Ángeles Santana, publicado por el sello Letras Cubanas, cuya tercera edición acaba de ser puesta a la venta en ocasión de la Feria Internacional del Libro de La Habana correspondiente al 2017.

 

Con la herencia de la grave crisis bancaria y azucarera del año anterior, el 20 de mayo de 1921 ocupa la presidencia de Cuba el abogado Alfredo Zayas Alfonso, quien desempeñara el cargo de vicepresidente de la República en el gobierno del general José Miguel Gómez (1909-1913).

Durante sus cuatro años de mandato, Zayas pone en práctica mañosas gestiones para resolver, mediante dádivas y sobornos, graves conflictos que estremecen al país, entre otros, huelgas obreras y el renacer del fervor patriótico y revolucionario. A cierta imagen positiva de su administración contribuye la relativa alza de la actividad económica en la Isla entre 1923 y 1925. Mas, muy distintos resultan los derroteros de su política y actitud personal: aumenta considerablemente su fortuna, tasada en varios millones de pesos, y de la cual, una sustanciosa suma, se debe a las «casualidades» que durante su magistratura le permiten ganar en dos ocasiones el primer premio en la Lotería Nacional; distribuye «botellas»; propicia el juego, la prostitución, el bandolerismo; acrecienta la corrupción administrativa y es el único gobernante cubano que se erige en vida una estatua, emplazada al fondo del Palacio Presidencial.

Uno de los más sonados fraudes de su intendencia ocurre con la compra que realiza el Estado del Convento de Santa Clara de Asís por la cifra de dos millones trescientos mil pesos, pues públicamente se domina que el valor real del inmueble solo asciende a un millón. El escandaloso robo causa la «Protesta de los 13», con la que un grupo de jóvenes intelectuales, encabezados por Rubén Martínez Villena, irrumpe el 18 de marzo de 1923 en un acto al cual asiste el secretario de Justicia, Erasmo Regüeiferos, y rechaza la firma del doloso convenio de compra-venta del vetusto edificio.

En un intento de elevar su moral ante el pueblo, Alfredo Zayas logra en 1925 que Estados Unidos, tras casi treinta años de negociaciones, apruebe el Tratado Hay-Quesada, en el cual reconoce –por no figurar entonces en sus objetivos estratégicos en el mar Caribe– el derecho de Cuba a la soberanía sobre Isla de Pinos.

 

Con Zayas en la presidencia, llegamos a La Habana en 1921. Fuimos directo para la casa que papá mandó a fabricar en el reparto Lawton, perteneciente entonces a la Víbora. Su ubicación exacta estaba en la calle Milagros, número 39, entre San Lázaro y San Anastasio, cerca de la Calzada de Jesús del Monte, que hoy se llama 10 de Octubre. Era una casa modesta. Tenía una sala muy amplia, y no contó con algo que después se hizo corriente, como medio de acceso a los cuartos: el hall. En este caso, existía un enorme patio, que se extendía desde el final de la sala hasta el comedor, situado al fondo. Y frente a ese patio –repleto de plantas y flores, lo cual fue una constante en cada lugar que residimos– estaban los dos dormitorios. El primero pertenecía al matrimonio, con un señorial juego de cuarto que, si mal no recuerdo, databa de la época del casamiento de mis padres. Lo hicieron con maderas que no cogían comején, no le entraba ningún bicho que pudiera destruirlo, ni había surgido la María de los Ángeles Santana adulta que, con libertad de acción, frecuentemente se dedicó a la tarea de cambiar de lugar los muebles –costumbre que aún mantengo– o mandaba a transformar piezas antiguas de sumo valor por la madera con que se confeccionaron y la estructura original que les dieran maestros ebanistas.

Recuerdo el escaparate, que llegaba al techo, y sus monumentales espejos, a los cuales podía caerle cualquier cosa, que jamás se empañaban. Su interior era tan amplio que una persona podía meterse adentro. De ahí las historias de mujeres que escondían a sus amantes en aquellos armarios. Hoy se las hubieran visto mal, porque ¿quién se mete en uno de esos escaparates de ahora, en los que, en comparación, no cabe un gato? Después, se encontraba la gran cómoda, con sus gavetas, y cubierta por una tapa de mármol rosado. Encima de ella refulgía un juego de tocador, hecho en plata, con el que nunca nos dejaron andar, pues fue uno de los principales regalos al casarse mis padres. Finalmente, las mesas de noche y el majestuoso lecho, sometido cada mañana a un verdadero ritual al tenderlo con sábanas y fundas de hilo, llenas de primorosos bordados e incrustaciones.

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