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María de los Ángeles Santana (X)

8 de marzo de 2019

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Para los lectores de esta sección procedemos a intercalar capítulos de nuestro libro Yo seré la tentación: María de los Ángeles Santana, publicado por el sello Letras Cubanas, cuya tercera edición acaba de ser puesta a la venta en ocasión de la Feria Internacional del Libro de La Habana correspondiente al 2017.

 

Cuando a finales de 1920 nos asentamos en Nuevitas, unos meses antes había fallecido mi abuelo Andrés Soravilla, lo cual fue el motivo fundamental que decidió a papá a irnos para allá, al percatarse de que mi madre extrañaba mucho a la suya, máxime en un momento doloroso en la familia.

Su muerte resultó sorpresiva, ya que, por ser un español sano de cuerpo y de mente, quizás pensaron que iba a llegar a una edad más avanzada. Para mí fue la primera pérdida de un familiar allegado. ¡Y qué allegado! Yo, que era la más ruidosa de sus nietas, cada vez que me llevaban de visita a Nuevitas insistía de inmediato en ir a La Cañonera, donde, con una seriedad extraordinaria para mi corta edad, saludaba a la clientela o me encaramaba en un banco para poder abrir una serie de cajitas de fósforos, de botones, de tantas cosas puestas a la venta en su establecimiento. Aquel hombre, que era dulce, paciente, y se dio a querer entre quienes lo conocieron, aceptaba con naturalidad que lo registrara todo a mi antojo. Jamás le atribuyó importancia, aunque él siempre se mostró celoso con el orden de la tienda, de la casa y de su vida cotidiana.

Mi hermana y yo éramos pequeñas y no le dimos el valor real a su fallecimiento. Pero tal vez la intuición nos indicó que se trataba de un luto total, ese luto que brota desde adentro y debe saberse guardar. Creo que por un tiempo se silenció la vida a nuestro alrededor. Mi madre cesó en sus clases; y la abuela Tita casi enmudeció, a pesar de que le gustaba reír, bailar, cantar, hacer notar su presencia.

Y rememora María de los Ángeles cómo en medio de tan doloroso trance los juegos infantiles de ella y su hermana Josefina, la contagiosa alegría de ambas, tal vez desvanecen un poco la tristeza del hogar de Adela Agüero en Nuevitas.

 

Al llegar a Nuevitas, fuimos para la casa de mi abuela en Máximo Gómez número 5. Esta era una de las calles principales, desembocaba en el puente que unía al pueblo con la parte de la bahía, donde se encontraban la refinería y los puertos Tarafa y Pastelillo, en el cual, aparte del azúcar, se embarcaban mieles y combustible en cruceros y barcos.

Tarafa, que ya estaba considerado uno de los más importantes puertos de Cuba, sólo se destinaba al azúcar y ahí también radicaban las oficinas de los norteamericanos con el control de ese negocio, sus viviendas, sus clubes. Si bien constituían una especie de mundo independiente, no se ponían cortapisas al paso de los habitantes de Nuevitas, que, en su mayoría, trabajaban duro en los muelles, en ese emporio que representó la Cuban Cane Sugar Company.

La morada de la abuela Tita tenía un portal amplio, que era común con el de las restantes viviendas de la acera. Ostentaba unas columnas gigantescas y daba acceso a una inmensa sala, la saleta y, a partir de ella, en la parte izquierda, los dormitorios, seguidos de la cocina-comedor y el baño, que construyeron separado de lo anterior. A mano derecha, se encontraban el patio, cementado en su totalidad, y un pequeño traspatio con árboles frutales.

Si bien la casa era de mampostería, los techos se cubrieron con tejas, puesto que la gente de Nuevitas apreciaba mucho el ruido acariciador de la lluvia al caer sobre las mismas. En segundo lugar, como una valiosa medida para que los aljibes se llenasen de agua, porque en el borde del enorme tejar del techo colocaban unas canales que conducían el agua de lluvia hasta las propias cañerías de ellos.

Además, nadie pudo convencer a mi abuela de sustituir las tejas por una placa, pues había sembrado en el patio plantas que se enredaban en el techo, entre ellas una parra. ¿Cómo iban a pretender sus hijos, como varias veces se lo insinuaron, transformarle esos techos? No. Hubiera significado sacrificar la maravillosa urdimbre que las enredaderas formaban sobre las tejas y permitían disfrutar en el patio de un delicioso aire fresco que se filtraba a través del follaje de las plantas.

Al tener uso de razón, le decía: «Tita, tu agua es única. Cura todas las enfermedades». Porque, aunque todas las familias de Nuevitas tenían aljibes, nunca tomé un agua con el sabor de la almacenada en el suyo. Ella me explicaba: «Esa agua pasa por sitios que conoce muy bien, como son las tejas, las flores y ramas de las enredaderas. Se impregna de todo eso y debe hacer algún efecto en el organismo». Así trató de justificar mi predilección en la infancia por su agua de beber, cuando me dio por asegurar que un vaso de agua de la casa de la abuela Tita erradicaba cualquier padecimiento. Y no se trataba de agua procedente del refrigerador. ¡Qué va! La sacaban del aljibe con la bomba y luego la ponían en unos recipientes en esas neveras que enfriaban los alimentos con trozos de hielo.

Ese patio constituía un santuario en el que Tita se refugiaba. En el centro aparecía el aljibe y alrededor de él varias macetas llenas de claveles, de margaritas, que coronaban el brocal y por las que mi abuela sentía gran amor. A todo su largo se levantaba una tapia que lo separaba de la casa de al lado, habitada por su hermana Juana. Subidas en unos banquitos, ellas tenían a diario unas largas charlas de tapia, como años después le puse al comadreo cotidiano que ambas mantenían en esa área.

Otro lugar encantador de la casa era la cocina, donde a su vez estaba el comedor, ya que mi abuela siempre experimentó placer al percibir el aroma de su fogón de carbón, que poseía cinco hornillas enormes: cuatro para cocinar; y la otra, destinada al horno, en el cual se preparaban asados de cualquier tipo. En la pared se colocaban sus utensilios de cocina, hechos de zinc, de hierro… Los calderos relucían, como si fuesen espejos, al ser limpiados con pedazos de ladrillo.

En tal parte de la casa, se respiraba limpieza, confort, constituía la antesala de lo que iba a comerse en una gran mesa de madera rodeada de taburetes. Esa mesa se llenaba los domingos por las visitas de otros miembros de la familia. Y no se ingerían manjares exóticos, sino los platos de muchas casas cubanas de la época: el ajiaco, algún asado con la carne de un animal que generalmente se criaba en el traspatio, frutas y vegetales que asimismo se cultivaban en él.

Josefina y yo seguimos recibiendo instrucción directamente de papá y mamá en esa morada, hasta que nos pusieron en una escuelita particular. Porque mi papá disponía en esta etapa de poco tiempo, al inaugurar en Nuevitas un gabinete que le restó muchas horas de descanso.

Esa casa de la calle Calixto García en que se inauguró la Clínica Santana perteneció a mamá. El abuelo Andrés, quien parece que fue práctico en cuestiones de la vida, se propuso dejarle una vivienda a cada uno de los hijos para que hicieran lo que se les antojara: la habitaran, la alquilaran o la prestaran. Para él lo fundamental estribó en que poseyeran un bien particular.

Como contaba con el terreno en Calixto García, mandó a edificarlas una a continuación de la otra. La primera le correspondió a mamá; la segunda, a Miguel; y la última, a José Manuel. Las calificaron de modernas por la época en que se erigen; y las recuerdo con grandes portales y admirables columnas. Se encontraban en una calle en que radicaban edificaciones notorias del pueblo y algunas de los principales establecimientos comerciales, entre ellos, la tienda del abuelo Andrés: La Cañonera.

Mi padre recibía en su clínica a otros galenos de Nuevitas que iban a intercambiar criterios sobre especialidades en que había concentrado su interés: oftalmología, otorrinolaringología y vías digestivas, aparte del empleo de un moderno equipo para tratamientos basados en la aplicación de la electricidad en la medicina.

Sumamente beneficiosa resultó para Nuevitas la apertura de la Clínica Santana, en cuya atención lo ayudó mucho un joven médico, que, por algunos días, empezó a permanecer al frente de la misma a partir de mediados de 1921, cuando mi padre se viera obligado a compartir sus estancias entre Nuevitas y La Habana, pues con sus ahorros hasta esa fecha, adquirió unos terrenos en el reparto la Víbora, en los cuales mandó a levantar una casa para su familia, considerando que sus hijas ya requerían de buenas escuelas.

En esa oportunidad me fui triste de Nuevitas, había disfrutado de meses extraordinarios de mi niñez, rodeada de personas esforzadas en hacerme la vida agradable. Nuevitas me marcó por completo, pasó a ser un sitio adonde regresé una y otra vez en mi infancia y juventud, al extremo de que varias personas piensan que nací allí, pero no, soy habanera.

Lo que ambas etapas de mi existencia transcurrirían entre la capital y ese punto del territorio de la provincia de Camagüey, hacia el que siento intenso amor, por acoger a mi abuela Adela, servir de cuna natal a mi madre y permitirme experimentar emociones inolvidables de la adolescencia que narraré más adelante. Sólo puedo anticipar que, desde mis primeros tiempos de vida, quedó mucha raíz mía en Nuevitas y, ha sido tanta, que en la actualidad me alienta a vivir en medio de los años mil cumplidos ahora.

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