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María de los Ángeles Santana (VIII)

4 de enero de 2019

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Para los lectores de esta sección procedemos a intercalar capítulos de nuestro libro Yo seré la tentación: María de los Ángeles Santana, publicado por el sello Letras Cubanas, cuya tercera edición acaba de ser puesta a la venta en ocasión de la Feria Internacional del Libro de La Habana correspondiente al 2017.

 

Durante su período de residencia en Abreus, la proximidad a Cienfuegos facilita las consuetudinarias visitas de la familia Santana Soravilla a la antigua villa Fernandina de Jagua, fundada en 1819 por un grupo de colonos franceses encabezados por Luis de Clouet, y merecedora del título de ciudad sesenta y dos años después.

Sus miradas se recrean ante el esplendor de distintos parajes de la llamada «Perla del Sur»: la bahía, el parque José Martí, el teatro Terry, el Castillo de Jagua, el palacio de Valle y la avenida del Prado… En un inmueble de este último lugar, María de los Ángeles conoce el cinematógrafo, a veintiún años de la llegada a Cuba del francés Gabriel Veyre con el fantástico descubrimiento estrenado poco antes en París por los hermanos Lumière.

Al respecto, el doctor Santana escribe en su diario, el 14 de junio de 1918: «Por primera vez hemos llevado al cinematógrafo a nuestras hijitas Chefinita y Changito. Fue en Cienfuegos, en el salón Prado. Las impresionó notablemente y conmovió una película donde salían una niña y un niño acompañados de una palomita. En las otras funciones a que las llevamos recordaban siempre este detalle».

A pesar de la incuestionable belleza de Cienfuegos, María reitera su predilección por el ambiente bucólico del central Constancia, donde en noviembre de 1918, al igual que en cualquier otra latitud, la prensa divulga la noticia del fin de la guerra que estremeciera al Viejo Continente. Su incapacidad para comprender la magnitud del hecho la mantiene inmersa en su casa de ensueños infantiles, sin pensar que, en breve, el acercamiento al mundo exterior provocaría sus primeras desgarraduras espirituales.

 

En esa atmósfera idílica mis padres se plantearon que al finalizar los quehaceres cotidianos iban a ocuparse de la educación de las hijas. Poco a poco nos dieron a conocer reglas elementales de urbanidad y las primeras letras. Después decidieron que hiciéramos kindergarten en la escuelita del central, donde redondeamos el aprendizaje hogareño, se estableció la interrelación con otros muchachos y yo comencé a rechazar a una niña, cuyos más insignificantes caprichos eran complacidos por ser hija de uno de los poderosos del central.

Para una fiesta de Navidad nos regalaron muñecas y acertó a que me tocase la más linda. Estaba loca de felicidad, y esa muchachita, a la que correspondió una muñeca de inferior categoría, se antojó de la mía. Vino la profesora, Miss Rayder, me la quitó impetuosamente y se la entregó. Nunca se lo perdoné a la maestra, ni a la niña y de esa forma supe, por primera vez, el significado del egoísmo y la envidia.

Cuando vivíamos en Constancia, mi ingenuidad le hizo pasar un mal rato a mamá. Casi se había convertido en una obligación el que por las tardes, después de terminar las tareas del kindergarten, Regina nos llevara hasta la vivienda del administrador del central para permanecer un rato con su hija.

La casa era preciosa; con un inmenso y bello jardín, en cuyo centro se encontraba un estanque lleno de cisnes, y entre los abundantes árboles y arbustos dábamos rienda suelta a uno de nuestros entretenimientos: jugar al escondite. Como siempre he buscado emociones dignas de alentar aún más esa fantasía que afortunadamente me ha acompañado desde niña —porque en la vida necesitamos de las ilusiones para hermosear cosas que de por sí no tienen nada de bellas—, quise ocultarme en un lugar ajeno al jardín, donde generalmente nos descubríamos, pues ya se sabía el lugar en que más o menos se ubicaba cada una.

La historia que sigue sucedió en el horario de la siesta, como a las tres de la tarde. El administrador estaba encerrado en su despacho, atendiendo cuestiones inherentes a su responsabilidad. Su hija y una primita, jugando con nosotras al escondite; y la morada en un silencio sepulcral que despertó mi curiosidad, por sólo dejarnos pasar a áreas de la planta baja, en las cuales nos daban una merienda. Jamás nos permitían subir a la planta superior, el «templo» del administrador, quizás para evitar que hiciéramos una tontería en ese sitio, repleto de muebles de estilo, jarrones, cuadros y otros objetos de arte.

Pero aquel día me olvidé de eso, y subí. Empecé a transitar por espacios que crujían al caminar, aunque unas alfombras cubrían la mayor superficie de las maderas del piso, barnizado de tal forma que brillaba. De pronto tropecé con un pasadizo, del cual surgía una luz que se filtraba hacia el pasillo, casi hasta el mismo sitio que acababa de llegar. Caminé hasta él y encontré una puerta lo suficientemente entrejunta para que dentro de mí creciera mucho más el bichito de la curiosidad.

Avancé en puntillas hacia ella y la empujé. En el interior de la habitación se proyectaba una luz tenue y vi en la cama a un señor gordo y desnudo encima de la esposa del administrador. Enseguida me di cuenta de que era el padre García, el cura del central Constancia. Como fui una niña sin malicia, para mí aquello significó un juego que yo ignoraba. Pero al verme, la administradora me gritó: «Niña, baja inmediatamente». Acto seguido, empezó a llamar estentóreamente a la sirvienta que atendía las dependencias de la parte superior de la casa: «Fulana…Fulana…». La mujer, que debía ser cómplice de la administradora, vino, se percató de lo sucedido y me advirtió: «Vamos, no digas una palabra de esto. No has visto nada».

De inmediato, buscaron a mi hermana y a Regina que, mientras tanto, confiada en nuestros habituales juegos en el jardín, hablaba con una sirvienta. Nos preparaban para el regreso a mi casa y en eso, llegó la hermana del administrador, que también con seguridad se imaginó el descalabro acabado de descubrir, e inocentemente le pregunto: «¿Por qué nos vamos si aún no hemos merendado?» «No importa, no importa. Meriendas luego en tu casa», me respondió ella.

Llegamos más temprano que de costumbre y mamá, que le gustaba inquirir sobre las cosas que realizábamos, me dijo: «Ven acá, mi vida, ¿por qué hoy han venido tan temprano?» «No sé, mamá. De momento se armó tremendo corre-corre para que nos fuéramos». «¿Y ya merendaron?» «No, mamá. No nos dieron merienda».

A mamá empezaron a extrañarle mis respuestas y me lanzó otras interrogantes: «¿Qué hicieron? ¿Jugaron mucho?» «Sí. Jugamos a esto, a lo otro y al escondite». «¿Y qué pasó, mi niña?, ¿por qué tú crees que se armó ese corre-corre durante la visita de ustedes? Eso nunca ha sucedido». Se mete mi hermana Josefina, que le encantaba delatar mis travesuras, y le aclaró: «Ella subió a los altos de la casa del administrador, creo que por eso nos trajeron rápido». «¿Es verdad eso, Changi? «Sí, mamá. Quise ver una cosa distinta». «¿Y qué sucedió?» «Nada. Sólo vi al padre García, que estaba desnudo sobre la administradora». Mi madre debe de haberse quedado estupefacta, pero, como si no le atribuyera importancia al asunto, me contestó: «¡Ay, mi amor! ¿No te habrás equivocado? Mira, eso no lo repiten las niñas de tu edad».

Mamá procedió con inteligencia para que yo olvidara aquello al alimentar en mí el pensamiento de que se trataba de un juego, que, con el tiempo, pude imaginarme de otra forma. Sólo volví a recordarlo cuando estaba grandecita y mi familia vivía de nuevo en la capital. A mi casa llegaron los comentarios del divorcio del administrador, pues el escándalo de su esposa se hizo notable, y que al padre García lo habían llamado del Arzobispado, en La Habana, para censurarlo y exigirle abandonar los hábitos.

Ese fue mi primer descubrimiento indirecto del sexo y de la existencia de la infidelidad, aunque yo considerara sagrada la unión de un hombre y una mujer que, por cierto, en este caso, se las daban de exigentes con respecto a la moral.

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