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María de los Ángeles Santana (VII)

28 de diciembre de 2018

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Para los lectores de esta sección procedemos a intercalar capítulos de nuestro libro Yo seré la tentación: María de los Ángeles Santana, publicado por el sello Letras Cubanas, cuya tercera edición acaba de ser puesta a la venta en ocasión de la Feria Internacional del Libro de La Habana correspondiente al 2017.

 

Nunca olvidará María el central Constancia que, desde afuera, su infantil mirada siempre contempla como una mole. En su interior, le resulta estrepitoso el ruido de las maquinarias que durante la etapa de zafra transforman en bagazo la caña, cuyo dulce jugo tantas veces ve convertirse en melado, el cual se cocina luego en los tachos hasta adquirir el punto final de azúcar.

 

Cosas desagradables, entre ellas algunas que papá dejó escritas, sucedieron en el central, ante las cuales él demostró lo que siempre fue: un hombre al que jamás le interesó la política, pero poseedor de un inmenso humanismo con su sentido de la caridad, de la atención al prójimo, sin distingo de medio social.

Sin embargo, las cuestiones negativas se atenuaban en el resto de este lugar, del que conservo un recuerdo especial relacionado con la profusión de jardines que se veían en las casas. Lo primero que alguien realizaba al llegar a Constancia, desde la posición social más alta hasta la más baja, era hermosear su entorno. ¿Y qué hacía? Pues rivalizar con los jardines, en los que, para lograr tanta belleza, contrataban a expertos en cultivar desde rosas sofisticadas y grandes injertos hasta la simple maravilla que crece por doquier.

En tal sentido a mi padre se le ocurrió algo original en la avenida que comenzaba en el batey del central, se extendía por la calle principal de Constancia y llegaba hasta nuestra casa y las de otros trabajadores del ingenio. Aprovechando que en uno y otro lado de la misma estaban sembradas unas palmas muy hermosas, él les enredó en los troncos matas de orquídeas que, de inmediato, todos empezaron a cuidar espontáneamente.

No se concebía que en los patios de las casas dejaran de criarse aves de corral, venados, chivos, ovejas, conejos. ¡Yo veía muchos conejos por doquier! Uno podía jugar con ellos, mientras experimentaba la sensación de vivir en un mundo semisalvaje, en el que se respiraba naturaleza y el aire sólo se contaminaba en la temporada alta de la zafra debido al humo de las chimeneas del central.

Constancia, en su conjunto, era lindo. Poseía unas carreteritas que conducían a los distintos barrios en que se encontraban los bungalows, prototipo de las viviendas de los centrales azucareros controlados por norteamericanos. Las construían con ladrillos rojos y techos a dos aguas, y la nuestra representó para mí una casa de sueños.

Cuando la administración del central se la entregó a papá, tanto él, como mamá —que amaban las plantas, lo cual he heredado—, se dieron a la tarea de llenarla de arboledas y rosales. En esa casa no recuerdo haber visto la sala, el comedor, sin un búcaro con flores sembradas en nuestro jardín. Transpiraba la fragancia de las flores cortadas directamente de la mata al anochecer o en las primeras horas de la mañana, aún con el rocío salpicándolas.

El traspatio se encontraba repleto de animales, que pertenecían a papá. Tenía varios palomares, muchísimas gallinas, gallos y venaditos. Él pensaba que el venado requería de grandes cuidados, de cariño, por simbolizar la obediencia y la paz. ¡Qué difícil poder describir con exactitud esa maravillosa parte de atrás de nuestra vivienda! Además, ahí estaba el gran delirio de mi padre: los caballos. Y no voy a afirmar que poseyera una cuadra, pero sí tres o cuatro ejemplares excelentes. Uno de ellos era mi predilecto. Creo que aún no corrían mis piernas con suficiente fortaleza, y ya papá me encaramaba en ese caballo. Mi madre le decía: «Santiago, por favor, baja del caballo a la niña, que todavía no tiene fuerzas para sostener las riendas y con tanto tiempo subida en ese animal va a ser zamba». Y no fui zamba, ni tuve debilidad en las piernas. ¡Me encantaba el vigor y ese relinchar del caballo! ¡Es algo tan extraordinario y poético!

Aquella casa se convirtió para mí en una especie de paraíso, hasta el extremo de pensar que no podía vivir en otra parte. Poseía algo que se me hizo misterioso: una buhardilla, la cual imaginaba habitada de duendes, de personajes fantásticos. Mis padres la transformaron en una especie de refugio en el que pusieron sus caballetes y pintaban y también la emplearon para guardar tarecos, ya que nada se botaba.

Mi madre vigilaba que yo no fuera a subir la escalera estrecha y oscura que permitía llegar hasta allá, pues era una parvulita. Pero parece que un día no pude contener más la curiosidad y lo logré. Me encontré esa habitación repleta de cajas con un inmenso caudal de partituras de mamá, libros, infinidad de papeles de mi padre y varios baúles. En uno de ellos hallé una fabulosa colección de abanicos y sombreros de mi madre. Está de más decir que un sombrero lleno de plumas paró en mi cabeza y que con él y un pericón en una mano bajé la escalera muy oronda, lo cual me costó una fuerte penitencia.

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