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María de los Ángeles Santana (VI)

21 de diciembre de 2018

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Para los lectores de esta sección procedemos a intercalar capítulos de nuestro libro Yo seré la tentación: María de los Ángeles Santana, cuya tercera edición acaba de ser puesta a la venta en ocasión de la Feria Internacional del Libro de La Habana correspondiente al 2017.

 

Durante febrero de 1917 miembros del Partido Liberal y del Ejército protagonizan la «Chambelona», motín encabezado por José Miguel Gómez a raíz de la fraudulenta reelección del presidente Mario García Menocal, quien con su medida –en abril– de incorporar a Cuba a las fuerzas aliadas europeas en lucha contra Alemania, pone fin a la «estricta neutralidad» de su gobierno desde los albores de la primera guerra mundial.

Las trabas que lastran en Europa a los productores de azúcar y el alza del precio de este artículo en el mercado internacional –consecuencias del conflicto bélico–, permiten a los poderosos de la Isla mantener una relativa bonanza económica calificada como «Vacas Gordas», aunque el pueblo siga sufriendo escasez y penurias.

Aquel año, luego de egresar de la Universidad de La Habana, en 1915, y de prestar sus servicios durante cerca de veinticuatro meses en la jefatura de la Clínica Guiral y el Dispensario Tamayo, indistintamente, Santiago Santana acepta ir, en calidad de médico, al central Constancia, ubicado en el municipio Abreus, de Cienfuegos, donde empieza a trabajar el 1º de agosto.

 

Llegamos a Constancia y, aunque papá era médico cirujano, hacía de todo. Tan pronto lo buscaba un paciente lamentándose de un fuerte dolor de muelas, que lo mismo practicaba una operación de urgencia, sin complicaciones, pues, en caso contrario, la remitía a Cienfuegos, la ciudad más cercana y desarrollada.

Eso que hoy llevan a cabo en Cuba los médicos de la familia, que a veces van hasta lugares inhóspitos, alejándose de sus allegados y con un mínimo de comodidades, lo experimentó mi padre en el central Constancia. Se montaba en un caballo y, sin importarle la lluvia ni nada, cruzaba ríos crecidos, bajaba y subía lomas a las que, incluso, a los mulos les costaba trabajo llegar, para atender a una parturienta, un caso de tifus o a un niño moribundo por un padecimiento específico.

Si bien estaba joven, fuerte, saludable, no se encontraba exento de contraer veinte mil enfermedades, razón que quizá me incita a elogiar el sacerdocio de su profesión, la cual lo obligó a varios sacrificios personales. Porque no voy a afirmar que erró en la elección de su carrera; fue brillante en ella, pero ante todo era artista. Pintaba en los contados ratos de descanso de su agitada existencia, le gustaba escribir poemas, tenía amigos intelectuales habaneros con los que le agradaba departir y amaba extraordinariamente la música.

Tanto la amó, que en la etapa de Constancia le manifestó a mamá: «Adela, quiero aprender piano. Siento que me falta un complemento y la necesidad de compartir contigo cada vez que tocas obras clásicas». Mamá lo enseñó y llegaron a tocar a cuatro manos música de Chopin, que papá dominaba, en actos organizados en Constancia con el fin de recaudar fondos para la Cruz Roja europea durante la primera guerra mundial. Sin embargo, a eso se vio obligado a renunciar en la mayoría de las ocasiones para consagrarse a la medicina.

Los tiempos del central Constancia también exigieron de mamá su cuota de sacrificio al padecer muchas horas de soledad por el trabajo incesante de mi padre. Menos mal que, desde su matrimonio, recibió la ayuda de Regina, a quien le dijo: «Quiero que permanezcas a mi lado. No sólo me cuidas y apoyas, sino que significarás una prolongación de mi familia cuando esté lejos de ella». Desde ese instante no se separaron más. A Josefina y a mí podía faltarnos cualquier cosa, menos Regina, si en determinadas circunstancias mamá seguía a mi padre en sus andanzas por Abreus o iban a visitar a alguien en un lugar más distante.

Además, mamá deseaba poderle dedicar un largo tiempo a la música, a su profesión. Estaba considerada una excelente ejecutante y en Constancia impartió algunas clases de piano y de canto a amigas, vecinas y a maestras norteamericanas de la escuelita del Central. Pero tuvo que abandonarlas, poner a un lado su vocación de artista, para atendernos a mi hermana y a mí.

Había sido víctima de la férrea moral de su época, en la cual, en un intento de ocultar muchas verdades se corrían velos que sólo el transcurso del tiempo desgarró para permitir al ser humano mostrarse tal y como es. Mientras se mantuvo soltera, su padre no dejó de repetirle: «Mi hija, no me gustaría que fueras artista. Te hemos criado en un medio distinto y no vas a poder luchar con los sinsabores de ese tipo de vida». Al casarse, las palabras del abuelo Andrés se transformaron en una copia fiel de las de mi padre, cuando del conservatorio Hubert de Blanck le propusieron a mamá integrar su claustro de profesores: «Adela, no sabes cómo es ese mundo y no vas a poder enfrentar las cosas con que convivirás si te decides a dar clases». O sea, papá siguió las ideas de la inmensa mayoría de los hombres acerca de que el matrimonio se conservaba mejor si la mujer se veía sometida a otro sacerdocio: el hogar, en cuyo seno debía ocuparse de la educación de los hijos, el guiarlos por el camino correcto.

Al meditar acerca de tales aspectos, deduzco que en los tres años vividos en el central Constancia se pusieron a prueba el amor y la comprensión que uniera a mis padres. Con caracteres distintos, supieron poner en marcha un pequeño motor para ajustarse perfectamente uno al otro y vivir con tanta paz a su alrededor. Eso me parecía lo más normal del mundo y opiné que una pareja no era de otra forma hasta que, en la adolescencia, oí hablar en algunas casas de divorcios, de grandes peleas y separaciones transitorias de los matrimonios. No lograba asimilarlo; ante el ejemplo de mis padres llegué a pensar que las personas siempre se entenderían hablando.

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