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María de los Ángeles Santana LXXIV

13 de abril de 2021

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Para los lectores de esta sección procedemos a intercalar capítulos de nuestro libro Yo seré la tentación: María de los Ángeles Santana, publicado por el sello Letras Cubanas, cuya tercera edición acaba de ser puesta a la venta en ocasión de la Feria Internacional del Libro de La Habana correspondiente al 2017.

Hoy damos continuidad a las reflexiones de la Santana acerca de su labor en el teatro Lírico, del Distrito Federal, de México,

 

Presentada en el programa como «la revelación cinematográfica del año», dos días después de la función en el Auditorium la Santana canta en un homenaje que se dedica al tenor Carlos Suárez en el cine Cervantes, situado en la calle Lamparilla, esquina a Compostela, en La Habana Vieja. Entre otros, desfilan por ese escenario Elizabeth del Río, proclamada poco antes Reina Nacional de la Radio de 1946; Olga Guillot, a la que la ACRI —Agrupación de la Crónica Radial Impresa— elige la mejor cancionera del citado año; Olga Negueruela, La Emperatriz de la Rumba; los intérpretes vocales Manolo Fernández (Valencia) y Wilfredo Fernández; los actores Julita Muñoz y Ángel Arboleya; y los pianistas Rey Díaz Calvet, Felo Bergaza y Orlando de la Rosa.

A Carlos Suárez lo conocí en los días del rodaje de la película Cancionero cubano, y durante su homenaje en el cine Cervantes tuve el placer de compartir con Elizabeth del Río, una cancionera lírica con unos graves muy lindos; frecuentemente estaba seguida de numerosos admiradores y la distinguían algunos compositores por haberles estrenado determinadas obras que en su voz resultaron exitosas. Con ella llegué a mantener una estrecha relación afectiva, en la cual influyó su esposo, el maestro Humberto Suárez, al que traté primero y resultó ser, igual que Elizabeth, un magnífico amigo. Julio y yo íbamos con ambos a distintos actos o departíamos en un ambiente familiar, disfrutando siempre de momentos verdaderamente agradables.

Aquel día marcó, además, mi primer acercamiento a Olga Guillot, otra persona maravillosa. Era única cuando se plantaba en un escenario para dejar escuchar su voz y exteriorizar sus sentimientos en las interpretaciones de las canciones y boleros de su repertorio, a los que generalmente daba la categoría de creaciones. Tan es así que, si alguien se atrevió a cantarlos después, se imponía la comparación de lo hecho antes por Olga.

Su entonces esposo, Ibrahím Urbino, gran locutor y director de la emisora Mil Diez, nos estimaba mucho a Julio y a mí, lo cual motivó que, aparte de  experiencias de trabajo, los cuatro asistiéramos con frecuencia a sitios de esparcimiento. Surgió entre nosotras una sólida amistad, sólo rota al ella determinar irse de Cuba con posterioridad a 1959. Pero tengo entendido que si encuentra a alguien capaz de darle noticias mías se interesa por saber qué estoy haciendo, si me mantengo en activo, lo cual reafirma que los viejos tiempos compartidos juntas permanecen prendidos en su corazón y en sus pensamientos.

En el Cervantes volví a encontrarme con Orlando de la Rosa, tras nuestra etapa de coincidencia en México, y esa noche él me presentó a un pianista de veintitantos años de edad que ocasionalmente tocaba el instrumento a dúo con él y se había destacado asimismo como compositor: Felo Bergaza, que, si bien merece elogios por su labor artística, hay que dárselos, además, debido a su carácter tan especial, a su manera generosa de proceder con los cantantes. Nunca reservó sus piezas para los consagrados, lo primero que hacía luego de conocer a una figura establecida o no en el arte, era obsequiarle algunas de sus partituras con bellísimas dedicatorias.

A dieciocho días de la presentación de María de los Ángeles en el Cervantes fallece su padre, Santiago Santana Rodríguez. El 26 de febrero de 1946 la prensa habanera publica, al respecto:

En horas de la tarde de ayer dejó de existir en nuestra capital el distinguido doctor Santiago Santana y Rodríguez, médico destacado que había dado a la ciencia algunas obras importantes, producto de su estudiosa dedicación a esa rama profesional por la que sentía una sincera devoción.

El doctor Santana contaba con numerosos afectos, tanto en La Habana como en Nuevitas y otras ciudades de Cuba donde ejerció la profesión médica, por su carácter bondadoso y su ejemplar hombría de bien.

Para las cuatro de la tarde de hoy está señalado el entierro del cadáver del doctor Santiago Santana y Rodríguez, y su sepelio seguramente ha de constituir una gran manifestación de duelo.

 

Las últimas semanas de vida de mi padre, que desgraciadamente serían pocas tras yo regresar de México, resultaron muy dolorosas para mi familia. La primera medida de algunos de sus colegas, que junto a él integraban una especie de bloque para apoyarse y en el cual se encontraban reconocidos médicos como Núñez Portuondo y Lastra, quienes querían mucho a papá, fue darle una serie de comodidades en esa fase de su enfermedad y, sobre todo, proporcionarle mucho apoyo moral. Lo hospitalizaron en Católicas Cubanas, en El Cerro, que era una institución bien atendida y reunía las condiciones necesarias en el tratamiento a un ser humano afectado por la uremia. Mamá y el resto de sus familiares lo atendimos allí con celo hasta el día que entró en extrema gravedad.

No puedo describir con palabras qué significó para mí verlo agonizante e intentando buscar algo en el aire con una mano que cayó entre las mías. Después, simplemente abrió los ojos, me miró y dejó entrever una sonrisa, en la cual me pareció entender su agradecimiento por estar cerca de él en tan difícil instante. Así terminó la tragedia de la enfermedad de una persona que tanto amé, que me comprendió tan bien, que siempre me condujo por el camino de la verdad y fue exigente conmigo, porque también procedía de esa forma con él.

Su recuerdo integra las grandes verdades de mi existencia, de esfuerzos realizados. Papá me enseñó cosas de un valor tan grande que aún me emociona hablar de él y me llena de regocijo evocarlo en cada momento de la vida en que emprendo algo. En el mismo instante en que ahora relato esto, me parece verlo, y se crea en mi mente la ilusión de oírlo cuando me aconsejaba: «No hables simplemente con los dictados del cerebro, permanece callada si no puedes hablar con lo que te dice el corazón».

Como siempre he pensado que es en vida cuando debe darse el máximo de atenciones a las personas amadas, días después de la muerte de papá, apoyada en la fuerza interior que aún me caracteriza, me reincorporé a mis labores en la RHC-Cadena Azul, las cuales alterné luego con actuaciones en al Gran Casino Nacional, la principal plaza de distracción de la alta sociedad habanera en esos años.

Era un lugar maravilloso, con esa fuente y el grupo escultórico de bailarinas trasladado luego para Tropicana, sus amplios salones llenos de gente vestida con extraordinaria elegancia, un ambiente tranquilo, sin escucharse carcajadas ni una voz más alta que otra, lo cual generaba un recogimiento entre los propios artistas al permanecer cada uno en su sitio hasta el momento de su presentación en los dos shows programados en la noche: uno a las diez, y el otro a la una de la madrugada, aparte de los horarios destinados al baile, a cargo de importantes conjuntos.

(CONTINUARÁ)…

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