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María de los Ángeles Santana LXXII

22 de marzo de 2021

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Para los lectores de esta sección procedemos a intercalar capítulos de nuestro libro Yo seré la tentación: María de los Ángeles Santana, publicado por el sello Letras Cubanas, cuya tercera edición acaba de ser puesta a la venta en ocasión de la Feria Internacional del Libro de La Habana correspondiente al 2017.

Hoy damos continuidad a las reflexiones de la Santana acerca de su labor en el teatro Lírico, del Distrito Federal, de México,

Y damos continuidad a la narración de María de los Ángeles con el inicio de sus faenas en la RHC-Cadena Azul, en diciembre de 1945.

Cada martes y jueves, en trasmisiones de media hora de duración durante horarios nocturnos que inicialmente varían hasta fijarse definitivamente a las nueve de la noche, María de los Ángeles participa como cantante en el programa Max Factor-Hollywood, por el cual pasaran antes muchas de las más connotadas personalidades del arte cubano: Ernesto Lecuona, Hortensia Coalla, Maruja González, Rosita Fornés y René Cabel, El Tenor de las Antillas. Al informar acerca de la presencia de la Santana en esas audiciones, la revista Radio Guía afirma:

«Max Factor Hollywood», la firma que constantemente presenta los más cotizados artistas, tanto nacionales como extranjeros, está presentando ya por las ondas nacionales a otra valiosa cantante. Nos referimos a María de los Ángeles Santana, que después de triunfar rotundamente en México y Estados Unidos, viene a reverdecer sus laureles en su patria.[1]

Empecé en aquella programación poseedora de una extraordinaria audiencia y en la cual se descubrió de forma imprevista —como en otras ocasiones me ha sucedido en la vida— la posibilidad de que hiciera algo nuevo. Fue pocos días después de mi debut en la RHC-Cadena Azul que hizo falta con urgencia un animador para presentar al joven tenor Miguel Ángel Ortiz, quien unos años antes debutara en La Corte Suprema del Arte, de la CMQ, y poseía una voz bellísima, por algo lo consideraron la media voz más linda de Cuba.

El locutor responsabilizado con el espacio, Juan José Castellanos, me preguntó: «¿María, te atreves a conducir conmigo el programa, en el que debemos ensalzar la figura de Miguel Ángel Ortiz?». Le respondí: «Chico, yo me atrevo. Vamos a ver qué pasa». Quizá fue una respuesta inconsciente, pensando que por lo hecho hasta esa fecha en Cuba y en México ya tenía una larga historia artística, sin darme cuenta de que aún me faltaba tanto por aprender.

Fuimos para el estudio y, con valentía, empecé a hablar ante el micrófono rehuyendo la forma habitual de algunas presentadoras con una serie de frases estudiadas. Me concentré en decirles de forma amena a los oyentes y al público asistente a la transmisión, un panorama acerca de lo que se les ofrecería seguidamente, y en comentarles los valores de los artistas dispuestos a trabajar, en especial de Miguel Ángel Ortiz.

Lo único que puedo decir ahora es que se vieron en la necesidad de hacerme una señal para que me callara; no terminaba, enlazaba una frase con la otra. La experiencia me encantó al permitir volcarme tal y como pensaba ante las personas que colmaban aquel estudio de la RHC-Cadena Azul y ahí se puso de manifiesto una vez más la atracción siempre ejercida en mí por el teatro, que cuenta, entre sus secretos más maravillosos, con la posibilidad de ver al  auditorio; de uno situarse frente a las caras de los espectadores y apreciar si aceptan o rechazan nuestro trabajo, si algo les interesa de veras o no. Si el resultado es positivo, infunde al artista confianza, una energía que propicia una fluidez en la conversación imposible de lograr con tanta facilidad en otros medios. Una vez finalizado, me propusieron hacerlo en otras oportunidades, con lo que se inició una nueva y bonita etapa de mi carrera, en la cual volqué la experiencia teatral adquirida en México.

Un buen animador debe poseer una sólida cultura. Otro elemento importante es la naturalidad cuando, por medio de sus palabras, se debe preparar al público para lo que va a suceder, lo cual debe acometer con elegancia, claridad, precisión y sin hacer ostentación de sus conocimientos. No puede olvidarse que en el público hay personas de diversos sectores, incluso intelectuales, que aquilatan en el acto el verdadero nivel cultural de un animador y proceden a juzgarlo. También abundan los individuos reacios a dejarse convencer fácilmente sobre lo que se les presenta, y se hace necesario recurrir al máximo de la persuasión.

La animación es un arte difícil. Muchas veces no se le otorga el debido mérito a quienes lo practican y se estima que sólo constituye un simple puente entre las distintas secciones de un programa. Pero, en realidad, depende mucho de esas personas el éxito mayor o menor de un espectáculo en cualquier medio artístico, ya que, según se hable sobre una figura antes de actuar, así serán las expectativas del público, que después evalúa el prestigio del animador si sus palabras se confirman con el desempeño en el escenario del intérprete en cuestión.

En su ejercicio deben considerarse diferentes aspectos y, tal como lo lograran animadores famosos de la época, uno debe poner bastante de sí mismo con el objetivo de alcanzar su estilo. Fue una de las cuestiones que más me atemorizó entonces, porque Cuba contaba con excelentes profesionales de este tipo que generalmente procedían del sector radial, donde aplicaron sus estudios y experiencias en la compleja tarea de convencer a los oyentes a través de un medio en el cual nadie los veía, excepto los asistentes a los estudios.

Sin embargo, la faena luego se hace habitual y uno descubre diferentes aristas que ayudan a la creación del estilo propio. Eso sí, hay que esforzarse en no resultar antipático. Lo más terrible en la animación de un programa ocurre si el público empieza a manifestar: «¡Cómo habla y no dice nada!» o «¡Vaya manera de elogiarse a sí mismo, de dar a entender que, si no fuera por él, lo que viene después no vale nada!».

(CONTINUARÁ)…

 

 

[1] Radio Guía. La Habana, enero de 1946. No. 139, año XII, p.34.

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