ribbon

María de los Ángeles Santana LVI

29 de octubre de 2020

|

 

maria-de-los-angeles-santana-7

 

Para los lectores de esta sección procedemos a intercalar capítulos de nuestro libro Yo seré la tentación: María de los Ángeles Santana, publicado por el sello Letras Cubanas, cuya tercera edición acaba de ser puesta a la venta en ocasión de la Feria Internacional del Libro de La Habana correspondiente al 2017.

Hoy damos continuidad a las reflexiones de la Santana acerca de su labor en el teatro Lírico, del Distrito Federal, de México,

 

Creo conveniente destacar que el Lírico fue para mí una verdadera escuela. Cuando entré a formar parte de su elenco aún era algo timorata, miedosa, como le sucede a cualquier persona al introducirse en un mundo completamente desconocido para mí como el teatro, en el que la inmensa mayoría de mis colegas estaban considerados estrellas, luminarias, y yo de luminaria sólo tenía el que iba de la mano de Eliseo Grenet, lo único con posibilidad de proyectar luz a mi alrededor.

Aparte de mi fundamental participación en calidad de cantante, conocí distintas expresiones que luego me resultaron de utilidad para desenvolverme a plenitud en el arte del vedettismo, como actuar, bailar y mostrar las piernas de forma tal que sirvieran de complemento a la interpretación. En su escenario me atreví a mover partes de mi cuerpo que hasta ese instante se habían mantenido en estado de total rigidez, pero con un estilo elegante, sobrio, y adquirí poco a poco un ánimo enorme en la posibilidad de acometer cualquier género teatral.

Esto lo logré con el apoyo de mis compañeros, la confianza depositada en mí por los directores de las compañías de las diferentes temporadas que trabajé en ese teatro, pues permanecer en ellas no era por cariño o admiración personal de los empresarios. El contrato languidecía enseguida si uno no daba la talla, lograba éxito y tan siquiera una crítica elogiosa de la prensa. En fin, el Lírico me ayudó a definir mi personalidad artística, atravesando a veces etapas de grandes esfuerzos y sacrificios.

Sobre esto último voy a contar que en medio de una de las temporadas, Julio se enfermó de tifus por una epidemia desencadenada en el Distrito Federal, y el médico lo quiso ingresar en Leganitos, un hospital donde prácticamente se destinaban a morir quienes padecían esa enfermedad. Al médico no le quedaba más remedio que denunciar el caso a las autoridades sanitarias, lo cual implicaba sacar a mi esposo de nuestro apartamento y trasladarlo hacia un sitio tan deprimente. Le supliqué que no lo reportara, y no es difícil imaginarse mi situación: debía atender a Julio y mantenerme en el Lírico para cumplir el contrato suscrito con la empresa y podernos sostener económicamente.

El momento en que el doctor me dio sus explicaciones fue para mí angustioso, y en el transcurso de ellas llegó en mi auxilio ese ángel de bondad llamado Eliseo Grenet, que dentro de unos días iba a marcharse de la ciudad de México con el fin de realizar unas presentaciones en Radio Belgrano, de Argentina. No sólo me ayudó a convencer al médico para mantener a Julio en nuestro domicilio, sino que, sin temor alguno hacia la enfermedad, me dijo: «Despreocúpate de cualquier problema económico o por dejar solo a Julio al irte a trabajar. Yo puedo acompañarlo».

Así fue; permaneció horas y horas a su lado mientras yo iba al Lírico, y lo cuidó como si fuese su hermano, a pesar de las reacciones de Julio: no podía valerse por sí mismo al tener una fiebre de más de cuarenta grados que lo hacía vomitar, delirar e intentar tirarse de la cama constantemente. Me ayudó, además, a que nadie se enterase en el edificio de que allí residía una persona en tales condiciones, pues los vecinos informaban esos casos, lo cual le acarrearía consecuencias desfavorables al médico que se comportó con una enorme caballerosidad al no hospitalizar a Julio.

A la solidaridad de Grenet se sumó la de un indio inolvidable que conocí en la capital de México, una de las cosas más excepcionales que me pasaron en ese país dado el carácter de la relación establecida entre ambos. Primero voy a aclarar que el indio es bastante orgulloso de la condición de su origen y se proyecta con seriedad ante aquello que lo caracteriza: su ropa, su manera de mirar, su respeto al hablar…

Y a ese indio en específico siempre que yo terminaba de trabajar en el Lírico, bastante avanzada la noche, lo veía sentado cerca de la puerta por donde entrábamos y salíamos los empleados del teatro. Un buen día empezó a seguirme, pero como iba acompañada por Julio, guardaba una distancia prudencial, se mantenía rezagado, como para no manifestar su presencia en forma abierta. Con el paso típico de ellos y mirando hacia abajo, adoptó la costumbre de hacerlo hasta el lugar en que vivíamos, esperaba que abriéramos la puerta y se retiraba al estar seguro de nuestra entrada al apartamento sin problemas.

Su primer acercamiento a mí se produce al prepararme para caracterizar a una india poblana; requería usar uno de sus peinados, los cuales las peluqueras del Lírico elaboraban sobre la base de un concepto teatral, pero jamás lograban hacerlos con autenticidad. Por esos días, al regresar una noche a la casa, le comenté a Julio que el peinado que me hacían no guardaba relación alguna con el que las indias llevaban en sus cabezas y, sin decirme nada, a la siguiente noche, el indito me esperó a la salida del Lírico al lado de una india. Muy dispuesto se paró delante de nosotros y me dijo: «Disculpe, pero la escuché decir ayer que no se sentía complacida con el peinado de india que hacen en el teatro y para que tenga la seguridad de que se lo preparan bien le traigo a mi esposa, es una experta en arreglar la cabeza de nuestras mujeres».

Sumamente agradecida, acepté su ayuda de inmediato y así comenzó una hermosa relación con ese indio, cuyo nombre lamentablemente he olvidado, y que poco después se transformó en mi guardián al verse afectado Julio por el tifus. Cuando él se enteró, empezó a esperarme a la salida del edificio para acompañarme al teatro, y tan pronto terminaba mi trabajo me traía de nuevo hasta la casa. Ya no lo hacía del modo un tanto distante que acostumbraba al estar Julio a mi lado, se situaba más próximo a mí en un intento de protegerme mejor durante el trayecto.

El tifus es una enfermedad terrible y, si el organismo no cuenta con el alimento debido, comienza a lacerar el intestino del paciente, por lo cual hay que obligarlo a ingerir una dieta a base de pollo, caldos, vegetales y frutas, según me explicó el médico que atendió a Julio. Después de mis compromisos artísticos y de ocuparme del enfermo, de la única forma que podía adquirir esos comestibles era si me levantaba de madrugada e iba a la Lagunilla, donde se vendía de todo, y para que yo no sintiera ningún temor de irme sola, aún a oscuras aquel indio me esperaba en la entrada del edificio dispuesto a acompañarme hasta ese mercado y luego traerme de vuelta a la casa.

Gracias al apoyo de Grenet —un intelectual— y de mi indito —un sencillo hombre del pueblo mexicano—, pude continuar sin alteraciones mi labor en el Lírico y subsistir mientras Julio luchaba contra el tifus, y en los días que luego necesitó para restablecerse. Fue tanto mi agradecimiento que en una ocasión le pregunté a aquel indio si estaría dispuesto a seguirme al yo regresar a Cuba. Sumamente serio, me respondió: «María, eternamente la recordaré, jamás la borraré de mi vida, pero no intente sacarme de aquí, necesito de estas piedras, de este aire, sentirme entre los míos. A su lado he aprendido muchas cosas, me ha enseñado que existe el afecto, el respeto de personas como usted hacia nosotros, lo cual no siempre ha sido fácil obtener aquí. Pero no me pida eso, por favor».

Mi aprecio hacia ese indito fue de tal grado que poco después de volver a La Habana decidí mandarle una tarjetica con una persona para entregársela en el lugar en que él se ubicaba cerca de la puerta de salida y entrada de los artistas del Lírico, donde permanecía solitario, conversaba con algunas personas del teatro que yo le presenté o esperaba a su mujer, cuyos servicios le siguieron solicitando en los peinados de algunas obras. En esa pequeña tarjeta le enviaba saludos, le explicaba que lo extrañaba, le deseaba salud y que ojalá alguien hubiese llenado el vacío dejado en él por mi partida.

Pensé que nunca recibiría su contestación, pues no sabía leer ni escribir y desconozco de quién se valió para también enviarme una tarjetica, en la cual, lógicamente, le hicieron el favor de escribir lo que dictó y más o menos decía así: «Será difícil poderla sustituir, María. Eternamente la recordaré, mi cariño sigue siendo igual y lo único que deseo es verla aparecer de nuevo ante el Lírico y preguntar por mí. Aquí estaré esperándola». Y aunque los años me borraran su nombre de la memoria, se mantiene latente la huella por él dejada, la cual es una expresión de la fidelidad del indio mexicano, que yo recibí en aquellos tiempos del Lírico, inolvidables en mi vida desde muchos puntos de vista.

(CONTINUARÁ)….

Galería de Imágenes

Comentarios