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María de los Ángeles Santana LV

23 de octubre de 2020

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Para los lectores de esta sección procedemos a intercalar capítulos de nuestro libro Yo seré la tentación: María de los Ángeles Santana, publicado por el sello Letras Cubanas, cuya tercera edición acaba de ser puesta a la venta en ocasión de la Feria Internacional del Libro de La Habana correspondiente al 2017.

 

A la eficacia de las representaciones que se ofrecen en el Lírico adiciona la Santana el elenco de profesionales mexicanos y extranjeros que pasa por su proscenio durante la etapa que ella actúa en ese coliseo de la calle Cuba.

Entre los cubanos que pasaron por el Lírico, en ocasión de mi período de presentaciones, vuelvo a referirme a Velia Martínez, quien con su carisma tan especial convencía al público en lo que interpretara, acometía piezas líricas, dramáticas, cómicas y algunas basadas en personajes típicos de diferentes puntos geográficos de México con su correspondiente modo de expresarse.

No puedo olvidar la presencia de Armando Bianchi, al que estimé y admiré mucho y, por su versatilidad en la escena, obtuvo un éxito increíble en este teatro y se hizo imprescindible; lo mismo trabajaba en una opereta que en un drama, cantaba admirablemente, poseía una gran musicalidad y se hizo notorio en el Lírico por su modo de silbar.

Tuve la suerte de trabajar con la vedette Lidia Martín, el trío de cancioneras Hermanas Márquez y la orquesta femenina Anacaona, que arribó a ese teatro tras cumplir unos contratos en Francia y Estados Unidos y repitió en México sus triunfos en ambos países. Al anunciarse a la Anacaona, se puso en duda el efecto que podían provocar sus integrantes con respecto a la costumbre de los espectadores de generalmente ver agrupaciones musicales integradas por hombres.

No obstante, desde su primera aparición se ganaron al público, demostraron una vez más los méritos de la música cubana, con valores más allá de las contagiosas melodías y sus deslumbrantes movimientos en un escenario. Todas eran buenas cantantes e instrumentistas y se comportaban de una manera sencilla, no trataban de imponerse con la belleza de sus caras o de sus cuerpos y fomentaron un ambiente de entusiasmo entre los concurrentes al Lírico.

Pertenecen al grupo de extranjeros con que coincidí, el cancionero argentino Héctor Palacios, la crooner norteamericana Joan Page, la soprano puertorriqueña Virgina Ramos, la vedette española Celeste Grijó, y la pareja de bailes españoles conformada por Mariquita Flores y Antonio de Córdoba, entre otros.

De las primerísimas figuras del arte mexicano que se reunieron en el Lírico en los meses en que formé parte de su nómina, ya me referí a los casos de Roberto Soto y Amelia Wilhelmy, pero también desfiló por aquel escenario Celia Montalván,  una vedette que, de manera aceptable, abarcaba la mayoría de los géneros teatrales, algunos con más éxito que otros. Ella resultaba ser una artista taquillera, atraía mucho público y tenerla como figura central de la compañía significó mantener una estable ganancia económica en ese coliseo.

En esa época, asimismo, pasó por el Lírico el famoso Manuel Medel con su personaje Pito Pérez, que lo consagró en el gusto popular. Era muy serio en su trabajo, respetuoso y atento con sus compañeros, pero una persona bastante solitaria, no acostumbraba a ser comunicativo con los demás y solía desaparecer al terminar la función; tenía un círculo establecido de amistades que lo iban a buscar y sólo departía con ellas.

Pasaron por este coliseo, además, la cancionera Ana María González, una de las más importantes estrellas de la radio, la pareja de excéntricos musicales Los Kíkaros, quienes arrastraban a un numeroso público, y el cómico Jesús Martínez, más conocido como «Palillo», que con Eufrosina García, conocida por el sobrenombre de «La Flaca», integró un formidable dúo costumbrista cuyas caracterizaciones se basaron en el indio mexicano, y depositó una gracia peculiar en un humorismo muy sano y despojado de vulgaridad.

Si menciono al final a Daniel Herrera, El Chino Herrera, como le decían, es para destacar mejor la personalidad de un actor que sentó las bases de un estilo basado en expresiones folklóricas de Yucatán, de donde era oriundo. Trabajé a su lado en piezas con argumentos creados por él y en las cuales tomaban una activa participación varios familiares suyos, entre ellos el compositor Rubén Darío Herrera. Entre El Chino Herrera y yo se estableció enseguida una estrecha afinidad y me enseñó melodías y ritmos yucatecos que en ciertos aspectos se parecen a los cubanos, e incluso interpreté en actividades fuera del Lírico.

Porque debo recalcar que ésta fue una intensa etapa de trabajo de mi vida. Aparte de las dos funciones diarias en el Lírico, seguí robándole horas a mi tiempo de descanso para mantener algunas actuaciones en la radio y participar en importantes espectáculos, como uno en el cine Olimpia, de la ciudad de México, con el cantante y actor argentino Hugo del Carril, al que había conocido en la CMQ cuando él vino a Cuba en 1941. ¡Qué individuo tan afable y amigo de ayudar a los demás! Su presentación en el escenario hizo palidecer a todos los que trabajamos en aquella función. Poseía algo especial para atrapar al público, por su manera tan personal de hablar, su modo de caminar, de despojarse de amaneramientos que muchos utilizaban, y de aplicar el principio de «sé tu mismo y serás estrella».

Mucho se alegró al volvernos a encontrar, por el afecto que sentía hacia los cubanos, y me dijo emocionado: «¡Pero si estás aquí conmigo», y otras frases que lo sitúan entre los personajes inolvidables que la vida me ha permitido tratar, aunque sea brevemente. Pienso que Hugo del Carril fue capaz de lograr un estilo diferente en la interpretación del tango a la seguida por Carlos Gardel, quien en sus películas era dramático al cantar las obras, se evidenciaba un trasfondo de tragedia en su voz, lo cual le facilitaba lograr su registro vocal.

Por eso fueron dos artistas distintos y brillaron unidos por el denominador común de abordar el mismo género musical, sin que con tal afirmación pretenda opacar la genialidad de Carlos Gardel, pues la palabra tango equivale a su nombre, no ha surgido alguien que pueda sustituirlo. Del Carril lo veneraba, y al interpretar composiciones del repertorio de Gardel nunca trató de imitarlo, les imprimió un sello tan personal que merecidamente influyó en que a Hugo se le considerara «El Rey del Tango».

Con tan agitado ritmo de vida seguí en el Lírico casi hasta agosto de 1945, cuando había finalizado la segunda guerra mundial —la cual costó tantas pérdidas materiales y humanas—, mes en que todos los continentes se estremecieron a causa de los innecesarios bombardeos ordenados por el gobierno de Estados Unidos a las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki, que hicieron reflexionar a los habitantes del planeta sobre cómo un acto de tanta prepotencia podía aniquilarlos en cuestión de segundos.

(CONTINUARÁ)…

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