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María de los Ángeles Santana (LIX)

10 de febrero de 2021

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Para los lectores de esta sección procedemos a intercalar capítulos de nuestro libro Yo seré la tentación: María de los Ángeles Santana, publicado por el sello Letras Cubanas, cuya tercera edición acaba de ser puesta a la venta en ocasión de la Feria Internacional del Libro de La Habana correspondiente al 2017.

 

Al concluir las actuaciones de la Santana en el Teatro Casino, de Ciudad Juárez, a finales de la primera quincena de octubre de 1945, el citado periodista M. Suárez Vallés reporta a la prensa del Distrito Federal:

La vedette cubana María de los Ángeles Santana se despidió ya del público juarense. El momento resultó bastante emocionante: hubo muchos aplausos, abrazos y más de una lágrima, esto último de parte de la temperamental artista que se fue… Porque María de los Ángeles es de las que llevan el arte en el corazón y es lo suficientemente inteligente para saber cuál es su deber ante el público… ¡Ojalá triunfe definitivamente tan gentil cancionista, aunque sabemos que en ese campo el camino es muy duro y hay que pasar muchas veces por el mismo lugar para llegar a la meta![1]

 

Estando en Ciudad Juárez, ya deseaba volver para Cuba. En cartas que recibía de mamá, me explicaba sobre una uremia que afectaba el estado de salud de papá, y empecé a preocuparme. Casi en el momento del retorno, surgió un contrato que acepté, por tratarse de pocas semanas, el cual procedía de la empresa del teatro Colón, de la ciudad El Paso, en el estado norteamericano de Texas, adonde se llegaba de inmediato, por encontrarse unidas ambas urbes a través de un puente sobre el Río Bravo. Así concluyó mi experiencia de trabajo en el cine, la radio, el teatro y el cabaré en suelo mexicano.

 

Los dos años de labor de María de los Ángeles en México serán de inapreciable valor en su posterior y definitiva entrega al teatro, a lo cual se adiciona el entrenamiento adquirido en sus giras a contrastantes regiones de ese país, en las que, sin reponerse del cansancio del viaje, se impone el deber de subir a un nuevo escenario.

Abandona la tierra mexicana respirando el aroma de la profusión de flores vistas dondequiera y con el corazón palpitante a causa de las emociones que dejaran en su espíritu el cariño del público y afectos entrañables, como los de Eliseo Grenet y aquel indio que tanta solidaridad le ofrecería al encontrase lejos de la patria. Cuando tal decisión de la Santana se conoce en el Distrito Federal, una fotografía suya aparece incluida en una publicación con la siguiente nota: «Próximamente partirá para la Perla de las Antillas, la bella y distinguida soprano María de los Ángeles. Deseamos a tan apreciable viajera feliz viaje y pronto regreso a México, donde se le aprecia y estima».[2]

 

Con anterioridad al regreso a Cuba, decidí hacer las actuaciones programadas hasta noviembre en el teatro Colón, de El Paso, las cuales se efectuaron con mi esposo como maestro de ceremonias; Oscar del Campo, intérprete de la música afrocubana; Estela y Manolo, integrantes de una pareja de baile; el mono Tarzán, y Eufrosina García, que formaba un dueto cómico con Pedro Harapos, popular actor del teatro mexicano.

El Paso que pude recorrer era agradable para los visitantes por su clima templado, sin humedad, sus habitantes —en su mayoría de origen hispano— y la mezcla de las culturas mexicana y estadounidense. La prosperidad se palpaba en esta ciudad, al evidenciar un desarrollo industrial y comercial que luego tomó auge, y contar con buenos hoteles, restaurantes, teatros y tiendas.

Terminadas las presentaciones establecidas en el contrato del Colón, hacia fines de noviembre, Julio se empecinó en que no podíamos volver a La Habana sin antes visitar Nueva York, la Meca de lo más grandioso en aquel momento, y quise complacerlo.

Vía Miami viajamos en avión a Nueva York. Me parecieron fantásticos su bahía, la imponente Estatua de la Libertad, sus largos puentes colgantes, el elegante Brooklyn, esa zona de Manhattan con sus rascacielos, la famosa Wall Street, la Quinta Avenida y sus tiendas de moda, museos, la catedral de San Patricio, Broadway con sus grandes teatros, pequeñas salas, restaurantes y bares… El paso de uno a otro barrios de Nueva York, tan contrastantes entre sí, era fascinante, pero a una persona como yo, apacible, tranquila, no le gustaba el corre-corre tan grande que marca el ritmo de vida de esa ciudad, ese «Time is money», aquel tropezar con uno aquí y allá, la forma de proceder de sus habitantes en que cada uno iba a lo suyo y no se detenía a pensar en alguien que podía quejarse o solicitaba información acerca de algo; miraban lo ajeno con una indiferencia capaz de provocar indignación a cualquier alma sensible.

Llegué a Nueva York pensando que esa ciudad marcaba pautas en todos los órdenes del progreso y me espanté al contemplar que la barriada de Harlem consistía en un lugar sórdido, lleno de papeles, de gente sucia, andrajosa, tirada en las aceras. Me estremecí al ver a un negro colgando de una estructura de hierro sobresaliente de un edificio, al que una pandilla o no sé quién había ahorcado allí. De lejos, Julio y yo pensamos que era un muñeco con el cual jugaban varias personas aglomeradas a su alrededor, pero cuando de cerca nos dimos cuenta de lo sucedido partimos inmediatamente, motivo por el que me quedó una visión deprimente de Harlem.

La principal emoción que recibí en Nueva York sucedió el día que fuimos al Empire State, subimos hasta el tope de esa imponente mole de más de cien pisos para contemplar una vista espléndida y luego estuvimos en el área en que habían inaugurado unos estudios de televisión con el objetivo de conocer lo anunciado como «el más famoso invento del siglo XX». Hasta entonces sólo había visto mi figura proyectada en el cine y mi mayor sorpresa fue que, mediante una prueba realizada con el público frente a un micrófono y unas cámaras, en la cual yo participé, Julio logró verme y oírme desde un punto distante; fue algo increíble, un pasaje de los que se narran en el cuento «Aladino y la lámpara maravillosa».

El impacto alcanzó tal magnitud que se nos ocurrió la idea descabellada —la califico así, porque sólo podía brotar de espíritus aventureros, como los nuestros— de iniciar gestiones y traer la televisión a Cuba, las cuales Julio dejó encaminadas, aunque se concretaron tras el retorno a La Habana y obtener el apoyo de amistades dispuestas a cooperar con los recursos económicos exigidos por el proyecto.

Retornamos a Miami, que en esa época era una ciudad tranquila, acogedora, con gente amable, excelentes comercios, cabarés, pequeños clubes, hermosos parques, y en los hoteles uno se sentía a gusto por el respeto y consideración dados a los huéspedes.

El 12 de diciembre de 1945 partimos en avión hacia La Habana y al poner los pies sobre esta bendita tierra en que nací, experimenté una fuerte emoción por encontrarme otra vez en ella y al abrazar a mis padres, mi hermana, otros familiares y amigos. Venía acompañada de un sinfín de ilusiones que daban vueltas en mi cabeza para iniciar una nueva etapa de trabajo en mi patria, después de curtirme en escenarios de México.

(CONTINUARA)…

[1] Artículo de la prensa mexicana, sin identificarse el periódico ni la fecha de su publicación, incluido en el archivo personal de M.A.S.

[2] Ibídem.

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