ribbon

María de los Ángeles Santana (LIV)

16 de octubre de 2020

|

 

unnamed

 

Para los lectores de esta sección procedemos a intercalar capítulos de nuestro libro Yo seré la tentación: María de los Ángeles Santana, publicado por el sello Letras Cubanas, cuya tercera edición acaba de ser puesta a la venta en ocasión de la Feria Internacional del Libro de La Habana correspondiente al 2017.

 

Las energías invertidas en uno y otro compromiso artístico no atentan contra el entusiasmo de María de los Ángeles Santana para los ensayos de su primera presentación en el Lírico, ya como integrante de la Compañía de Revistas de Roberto Soto, la cual se lleva a cabo el sábado 17 de febrero de 1945, en la obra La Conferencia de los Tres Grandes.

Anunciada en la propaganda como «La Gran Señora de la Canción», el diario El Redondel, en su columna «Por nuestros teatros», expresa: «Debut de María de los Ángeles, que no será Félix, pero que merecería serlo. Trátase de una real hembra, que sabe cantar y que sabe vestir. ¡Casi nada!».

 

Es así como la Compañía de Roberto Soto me introdujo completamente en el Lírico y sería demasiado extenso contar mi paso por ella y otras que encabezaron la cartelera de ese coliseo en consecutivas temporadas a lo largo de unos siete meses, en los cuales actué en más de treinta obras de distinta temática. Por ejemplo, en La Conferencia de los Tres Grandes y en La toma de Berlín, se aludía a significativos sucesos de la política internacional en el contexto de la segunda guerra mundial; Chino poblano, ¡Ay chinito no te rajes!, Los abandonados y ¡Qué verde era mi club!, constituían parodias de famosas películas mexicanas; y revistas como ¿Quién será presidente? y La república del relajo incluían abiertas críticas a la situación interna de México que el público aplaudía con euforia al ver expuestos sus problemas en la escena.

De las revistas en que actué rememoro con agrado Me he de comer esa tuna —título tomado de una película protagonizada por María Elena Marqués y Jorge Negrete—, en la cual yo hacía una imitación del clásico charro mexicano que él inmortalizó en el cine. Cuál no sería mi sorpresa cuando al finalizar la función del día del estreno me encontré plantado en la puerta de mi camerino a Negrete, que fue al Lírico a contemplar la anunciada caracterización suya, le habían comentado mucho acerca de la misma y decidió ir a juzgarla.

Me quedé perpleja al tener frente a mí a una figura merecedora del más extraordinario respeto, y acompañó sus palabras de cierta prepotencia al decirme: «No vuelva a salir con el trajecito que usó hoy, desdice bastante de la figura del charro. Mañana recibirá algo apropiado para seguir imitándome, y me encuentro muy complacido con su actuación». Acto seguido se marchó y, aunque me dejó atónita su ofrecimiento, comprendí enseguida que se sintió un tanto menospreciado por el traje de charro de poca calidad que me facilitaran en el Lírico. Y más asombro experimenté la siguiente noche al verlo aparecer temprano en el teatro con un precioso traje de charro hacia el cual sentí una gran estimación durante largo tiempo, hasta que en un préstamo lo perdí.

Formaba parte esencial de aquel vestuario el sombrero, elaborado en un material que debe haber sido pana y orlado con una franja trabajada, como sólo en México lo saben lograr, con diminutos adornos, piedrecitas e hilos de oro y plata. Todo eso se encontraba trenzado, recubría totalmente el ala del sombrero, inclinada hacia arriba, haciéndolo refulgir de tal modo que, si uno no lograba engrandecerse con su actuación en la escena, él podía crear una ilusión capaz de hacer pensar al público que el portador era una eminencia.

Le seguía una admirable chaquetilla de paño que por debajo llevaba su correspondiente camisa y una de las tantas chalinas de seda, con flecos, y de distintos colores que usan los charros. Para mí esa chaquetilla era la prenda más vistosa del atuendo; por eso los charros se mueven constantemente y se ponen con frecuencia de espaldas, donde se estampan verdaderos cuadros pictóricos, una amplia gama de símbolos de México, como el águila y la serpiente. En la chaquetilla del traje que me obsequió Negrete aparecía un águila confeccionada mediante pedacitos de paño de distintos colores y esos minúsculos adornos plateados, dorados y en pedrería, que con su milenaria paciencia los mexicanos incrustan en prendas de esta índole. El pantalón, que se usa ajustado, presentaba en los laterales unas franjas trabajadas en los mismos materiales del sombrero y de la chaquetilla y, en su conjunto, a aquel traje, igual al mejor que luciría un auténtico charro, podía comparársele con una llama viva.

Viéndome vestida así, comprendí el disgusto experimentado por Negrete al imitarlo con el vestuario del Lírico, aunque para mí lo más significativo de la indumentaria que me obsequió fue su gesto, que ese traje viniese de sus manos. Se sintió feliz contemplándome así vestida y de inmediato procedió a instruirme en el manejo de un elemento que no puede faltarle a un charro: el sarape, que requiere de cierto aprendizaje al usarlo con fines artísticos, es una prenda que habla, posee su propio lenguaje, según uno se lo coloca, lo tira o deja caer al piso. Y me recalcó: «No lo utilice como si fuera un chal para cubrirse, se trata de una prenda masculina y debe dar soberbia, virilidad, la fuerza asociada al charro».

Terminadas esas indicaciones, osé decirle: «Sus explicaciones las considero fantásticas por orientarlas usted y constituir una descripción detallada que me servirá de mucho en mejorar su imitación, pero le faltó darme algo que también es importante para un charro». «¿Qué cosa?», me preguntó sorprendido. Con mucha seriedad le respondí: «¡Las pistolas!», y empezó a reírse conmigo.

Guardo impresiones agradables de mi caracterización de Negrete, en la cual apliqué el principio de la sencillez y la veracidad al asumir un personaje. No intenté hacer risible mi interpretación, ni de convencer al público de que era un émulo de Negrete, a quien nadie podía imitar; era único en sus actuaciones. Sólo me propuse plasmar en ella la sinceridad de una cubana que admiraba al charro encarnado por él; canté muy afinado Tequila con limón y Me he de comer esa tuna, y le di a esos corridos ciertas características del aspecto exterior de este personaje típico de México, como su machismo exacerbado.

Eso sí, sin ridiculizar, sin hacer una estampa chabacana de la imagen del charro, por el contrario, respetándolo muchísimo. Negrete quedó tan contento y complacido que, con posterioridad a mi regreso de México, en un viaje de visita que efectuó a La Habana con Gloria Marín, me mandó a invitar a un homenaje que, en la Barra Bacardí, le tributó la Agrupación de la Crónica Radial Impresa (ACRI).

Por esa interpretación también me felicitó hasta el propio Agustín Lara, una persona muy accesible y sencilla. Antes de tratarlo, pensé encontrar a un hombre envanecido, ya que su música había trascendido los límites geográficos de México y de América. Sin embargo, se manifestaba igual que el más simple de los seres humanos y su modestia llegó al extremo de que, si una obra suya recibía demasiados elogios, contestaba: «Su valor no se debe a mí, sino a quien la inspiró».

La apoteosis en ese sentido la alcanzó al tener de musa a María Félix, la mujer más bella que he visto en los días de mi vida. Impresionaba con su alta estatura, el color tan parejo de su piel, su portentoso cabello, la lozanía de su cutis, sus expresivos ojos, su perfecta boca y un corte de cara que no requería de la búsqueda de ángulos favorables al fotografiarla. La «Doña» contaba en aquel momento no sólo con la capacidad de inspirarlo a él, sino a cualquiera que se le acercaba, pero se convirtió en una figura imprescindible para Agustín, quien en largo tiempo no tuvo más ojos, oídos y fantasía creativa si no eran iluminados por la Félix.

Con anterioridad, Lara le había cantado a ciudades y parajes hermosos de México, a la vida misma y, sobre todo al amor, temas en torno a los cuales giraron las letras de sus composiciones, esos irrepetibles boleros suyos tan arraigados aún en el gusto popular y que me interesé en incluir en mi repertorio cuando me encontraba en esa nación. Allá siempre consideré un juicio superficial el de muchos que no comprendían cómo una música tan hermosa brotaba de alguien completamente ajeno al criterio más común acerca de la belleza, al sólo medirla a través del aspecto físico. No pensaban que Agustín Lara sería grande en cualquier época por la calidad y hermosura de una obra que emanó directamente del corazón, el cual actúa con independencia de cualquier mala pasada que la naturaleza le juegue a un individuo en su organismo.

Al poner fin a mis comentarios en torno al éxito obtenido en Me he de comer esa tuna, quiero recalcar que la aceptación de las revistas del Lírico, donde cada semana se efectuaba un estreno, la garantizaban principalmente los libretistas Carlos Ortega y Francisco Benítez. A mi llegada a este teatro me sentí enloquecer, sólo disponíamos de cuatro o cinco días de estudio entre una y otra obras y en una misma pieza había que hacer tres, cuatro y hasta siete caracterizaciones y sus correspondientes cambios de vestuario, de peinado, de maquillaje y de algo más complejo: de interpretación interna, el ir de uno a otro tipos de personajes contrastantes, lo cual podía constituir una dificultad en lograr dominarlos.

Pero en la vida uno se adapta a las situaciones más adversas, y gracias a ese ejercicio constante, mi cerebro se acostumbró al cambio en pocos días, a fijar una enorme diversidad de temas, de caracterizaciones, y a asimilar con facilidad el libreto de las nuevas revistas, al ser muy hermosos algunos de los textos, al igual que las músicas compuestas y adaptadas para las representaciones del Lírico por el maestro Federico Ruiz, cuya labor asimismo alcanzó reconocimiento en el cine mexicano.

Claro, no voy a afirmar que siempre la calidad de las obras fuese la mejor; quizá por la propia inmediatez entre los estrenos ciertas puestas en escena no trascendieron a tal categoría. Eso sí, los que participábamos en ellas nos esmerábamos al máximo en obtenerla, y al iniciarse cada noche la función veíamos insignificante cualquier problema personal al situarlo frente a nuestra labor.

(CONTINUARÁ)…

Galería de Imágenes

Comentarios