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María de los Ángeles Santana (IV)

2 de noviembre de 2018

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Para los lectores de esta sección procedemos a intercalar capítulos de nuestro libro Yo seré la tentación: María de los Ángeles Santana, publicado por el sello Letras Cubanas, cuya tercera edición acaba de ser puesta a la venta en ocasión de la Feria Internacional del Libro de La Habana correspondiente al 2017.

 

María de los Ángeles rememora cómo a partir de su estancia en la capital, desde los albores del siglo XX, Adela Soravilla Agüero sigue los estudios de piano en el Conservatorio Nacional de Música de La Habana que, con otra denominación, funda en l885 el profesor, pianista y compositor holandés Hubert de Blanck, quien en 1903 decide adoptar nuestra nacionalidad a causa de su ilimitado amor hacia Cuba.

 

Mientras Adelita repasaba las lecciones de piano, empezó a rondar por la casa un apuesto mancebo que estudiaba Medicina y vivía casi al lado: Santiago Santana, que por sentir tanta afición hacia la música, caía en éxtasis al escuchar a la joven. De tal forma se conocieron y surgió un amorío juvenil que se transformó en algo muy serio.

Tras recibir mi madre su título de profesora de Piano, Teoría y Solfeo en el Conservatorio y graduarse en el colegio el Apostolado de la Oración, los dos muchachos se hicieron novios en 1909, lo cual de inmediato aprobarían ambas familias. Pienso que fue un noviazgo apasionado por los poemas que papá le enviaba a mamá, de los cuales siento preferencia por un soneto titulado ¿Qué es amor?:

 

Es el dulce ideal que nos fascina.

Es la eterna ilusión que no se alcanza;

es el odio, el cariño, la esperanza,

límpida claridad, densa neblina.

 

Es el sol que inclemente nos calcina;

es la duda que hiere en asechanza,

y cual furia que al vértigo se lanza,

esclava del dolor ciego camina.

 

Es el placer que corre impetuoso

a la cima sin fondo porque anhela

en loco y enervante desvarío.

 

Es titán, es atlante y es coloso.

Y su nombre sublime es el de ADELA

y su sagrario eterno el pecho mío.

Los padres de ambos, viéndolos tan compenetrados en su noviazgo, decidieron apoyarlos en su casamiento, pues ninguno de los dos tenía las condiciones económicas para hacerle frente a un hogar. Mi papá aún estudiaba Medicina en la Universidad, y los padres de mamá —que había finalizado los estudios de Música y el colegio— no deseaban verla trabajar de inmediato en la calle.

 

Ante el presbítero Francisco Abascal y Venero, a las ocho y treinta minutos de la noche del 24 de agosto de 1912, Adela Soravilla Agüero y Santiago Santana Rodríguez contraen matrimonio en la iglesia del Santo Ángel Custodio, luego de —entre otras exigencias a los futuros cónyuges— ser aprobados en Doctrina Cristiana, recibir el santo sacramento de la penitencia y efectuarse en el templo de Nuestra Señora de Guadalupe las tres amonestaciones canónicas establecidas.

Con el lenguaje utilizado entonces por la prensa, unos días más tarde el cronista José de la Guardia describe en la Revista Ilustrada los detalles de la boda, debajo de las fotografías de los recién casados:

 

Ella: una bellísima camagüeyana descendiente por rama directa de una heroica raza de abnegados patriotas que hicieron en aras de nuestra sagrada independencia un solemne culto del sacrificio y del valor.

Él: un modestísimo joven, talentoso y correcto, compañero de estudios queridísimo, que finaliza con notable aprovechamiento la carrera de Medicina.

Tuvo efecto la nupcial ceremonia en la Parroquia del Santo Angel Custodio, la preferida iglesia de nuestra sociedad para estos solemnes e importantes actos.

La iglesia vistió sus mejores galas para recibir a la dichosa pareja que iba a ratificar ante el Señor sus amantes juramentos.

Ostentaba una fantástica iluminación que daba aspecto de palacio encantado a aquella sobria mansión, fervoroso templo del creyente, que idealizaba la majestuosidad del acto por el silencio con que esperaba la concurrencia a los felices novios.

En efecto, no se hicieron esperar. A las ocho y media, hora señalada para la ceremonia, hacían su entrada triunfal en la elegante parroquia, Adela y Santiago.

Ella, de brazo de su señor padre, el correcto caballero Andrés Soravilla, padrino de la boda.

Él, en cariñosa compañía de su amante madre, señora Juana Rodríguez de Santana.

Y la Serafina, con sus múltiples voces, ejecutó la Marcha de Esponsales, de Mendelssohn, grave e imponente.

Y llegaron al altar con la valentía de su nobleza y con marcado júbilo en el rostro.

El padre Abascal, el noble sacerdote, sabio y modesto, leyó la Epístola de San Pablo a los felices desposados.

Adela y Santiago, impacientes y recogidos, escucharon la ceremonia, que suscribieron en calidad de testigos:

El señor Francisco Ruiz y Rafael Fernández Junquera, por la novia.

Y los señores Venancio Zabaleta y Evaristo García, por el novio.

[…]

Y descendieron los novios orgullosos de su dicha, ella aprisionando en su diestra de encantadora princesita, un precioso ramo, original, único, fabricación especial del jardín El Fénix […]. Adela, fervorosa cristiana y sumisa devota, dedicó el primoroso bouquet a San Antonio de Padua. Y cruzó la franja central de la espaciosa nave, triunfadora, risueña, altivo el rostro de vestal encantadora. Exhibió su valiosísimo traje de crespón de la China, con ricos encajes de Inglaterra, bordados en cristales con hilos de plata, canutillo y escama.

La concurrencia era numerosa y selecta.

[…]

Luego, en la residencia de los padres de la novia, sirvióse un espléndido buffet con que se obsequió a la concurrencia.

A Matanzas, la poética y gentil Yucayo, marcharon los novios a pasar su luna de miel.

Que amplia y lozana la disfruten eternamente.

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