ribbon

María de los Ángeles Santana (III)

26 de octubre de 2018

|

 

maria_de_los_angeles-santana-3-580x846

 

Para los lectores de esta sección procedemos a intercalar capítulos de nuestro libro Yo seré la tentación: María de los Ángeles Santana, publicado por el sello Letras Cubanas, cuya tercera edición acaba de ser puesta a la venta en ocasión de la Feria Internacional del Libro de La Habana correspondiente al 2017.

 

A su vez, las raíces maternas de María de los Ángeles Santana Soravilla se remontan a la villa de San Fernando de Nuevitas, establecida en 1828, la cual recibe el título de ciudad dieciocho años después y, desde 1851, se enlaza con Puerto Príncipe, o sea, Camagüey, mediante la segunda línea ferroviaria creada en Cuba.

 

Mi abuelo materno se llamaba Andrés Soravilla e Iriarte. Era natural de Betelu, un pueblecito de la provincia española de Navarra, enclavado entre montañas, cerca de la región fronteriza con Francia, el cual es famoso por sus aguas medicinales, su balneario y hotel, que tiene como nombre el apellido Soravilla.

Él, que poseía virtudes propias de los navarros como el sentido de la verdad y el amor a la familia, fijó su residencia en la ciudad de Nuevitas, en Camagüey, donde, al igual que mi abuelo paterno en La Habana, se dedicó al comercio. Abrió una tienda muy famosa: La Cañonera, en la cual se vendían artículos de ferretería, víveres, carnes, viandas, frutas…

Mi abuela materna se nombraba Adela Agüero y Agüero. Era oriunda de Victoria de las Tunas, un lugar del que surgieron numerosos líderes de nuestras gestas independentistas durante el siglo XIX, y perteneció al grupo de familiares allegados del patriota camagüeyano Joaquín de Agüero y Agüero.

La niñez de esta abuela fue muy triste. Procedía de personas adineradas, pero, antes de marchar a la manigua, entregaron toda su fortuna a la revolución de l868. Ella contaba que, siendo niña, perdió en la guerra a sus padres, Miguel y Francisca Agüero, y enterró en el campo a algunos de sus hermanos que iban muriendo. Sólo le quedaron dos: Juana y Venancio, con quienes finalmente la recogería una familia de Nuevitas deseosa de tener niños ante la imposibilidad de concebirlos. Se criaron en el seno de esa familia —que se comportó muy bien con los tres al darles educación, apoyo y cariño— junto a una niña de la raza negra llamada Higinia Kaiser, descendiente de esclavos africanos, por la que mi abuela invariablemente sintió gran afecto.

Esa Adela que por un tiempo fue una niña errante en la manigua cubana tiene diecisiete años al casarse en Nuevitas con mi abuelo Andrés, que le llevaba una década. Hay que imaginarse cómo sería tal unión de «Navarra» con «Las Tunas». Tuvieron dos hijos varones: Miguel y José Manuel, al que cariñosamente le decían Pepe. Luego, en 1891, vino mi madre: Adela Francisca Paulina de la Caridad.

Como mamá careció de hermanas, le gustaba disfrutar la compañía de una niñita que nació en su casa después de ella. Se trataba de la hija de Higinia: Regina Kaiser, que en la historia de mi familia fue un personaje de novela. La hicieron a imagen y semejanza de los Soravilla Agüero. Por eso afirmaba: «Yo soy Regina Kaiser y Soravilla». Bueno, ambas empezaron a criarse juntas y Regina llegó a constituir la hermana negra de Adelita, lo compartía todo con ella.

Desde que mamá era una niña recibió clases de piano y, cuando se ponía a estudiar, sentaba a su lado a Regina para transmitirle todos sus conocimientos hasta que un buen día se negó a seguir admitiéndolos. Mi madre contaba que una vez le preguntó la razón por la cual procedió de esa manera y que, aunque le dio mucha gracia la respuesta de Regina, fuese cierta o no, la interpretó posteriormente como una muestra más de la fidelidad que le profesó hasta el final de su vida: «Porque iba a ser mejor pianista que tú y no deseaba robarte el éxito, dado lo mucho que te quiero». Mamá nunca olvidó eso.

Los abuelos maternos lucharon para que sus tres hijos se prepararan bien. Mi tío Pepe se dedicó al periodismo. Empezó trabajando para el diario El Camagüeyano, de la ciudad de Camagüey, donde se casó y tuvo a sus seis hijos, en su totalidad inteligentes, sobre todo mi prima Lesbia.

Miguel se consagró a la música. Creó una academia en Nuevitas y resultó ser un guitarrista de categoría. Recibió elogios en varias crónicas por actuaciones que realizaba en diferentes lugares e, incluso, hicieron eco en La Habana. En más de una oportunidad, escuché relatar la anécdota de que recién llegado a Cuba el notable guitarrista español Vicente Gelabert, en medio de un grupo de personas que lo rodeaba, alguien le sugirió: «Nos gustaría que visitara un pueblito de Camagüey llamado Nuevitas, en el que vive un guitarrista muy apreciado por nosotros. Creemos que le va a dar regocijo verlo».

Claro, él no fue hasta Nuevitas por eso, sino a causa de unos conciertos que le organizaron en Camagüey, y, por supuesto, al encontrarse allí un artista que hasta fue alumno del famoso Francisco Tárrega, el tío Miguel no iba a perderse la posibilidad de escucharlo. Al finalizar el primer concierto, lo acercó al músico español la misma persona que en La Habana le habló al Maestro acerca de mi tío. Le oyó la ejecución de unas piezas y a seguidas entablaron una conversación tan amena, tan productiva para Miguel que, al terminar, Gelabert preguntó públicamente: «¡¿Cómo es posible que en un pueblito de Cuba se encuentre perdido uno de los más grandes ejecutantes de la guitarra que he conocido?!» Después le dedicó fotografías en cuyas dedicatorias apuntó comentarios similares y mantuvo con el tío Miguel una larga correspondencia desde el lugar en que fijó su residencia en Cuba.

Con la educación de mi madre se esmeraron. Luego de pasar por el Convento de Santa Ana, en Camagüey, mi abuelo quiso que estuviese en las mejores escuelas de La Habana y la envió a la capital con la finalidad de que ingresara en uno de los principales colegios de la época destinados a señoritas: el Apostolado de la Oración, ubicado en la calle Zanja, del cual salían mujeres virtuosas, cabales y bien preparadas para enfrentarse a las tareas del hogar. Al suceder esto, alquiló una casa con el número 75 (bajos) en la calle Manrique, para la cual también vinieron mi abuela Adela y Regina.

Ingenuamente mamá deseó que Regina también asistiera al Apostolado. Pero lo impedía algo tan absurdo como la discriminación racial, que tantas veces motiva el retroceso del mundo en vez de avanzar en la misma medida en que se han desarrollado otras cosas. Aunque esa niña era una especie de borrón en su época, mi madre trató de que no se sintiera mal por algo semejante y le propuso: «No te preocupes, al regresar de la escuela yo te explico las clases». De esa manera, Regina pudo tener cierta instrucción y llegó a hablar correctamente, algo que siempre agradeció a su querida Adelita.

Galería de Imágenes

Comentarios