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Manuel Alarcón, el brazo y la voz de oro de un cobrero

15 de agosto de 2014

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Parecía que nadie podría detener el paso de aquel enorme hombre que, con su peculiar estilo de lanzar, era capaz de silenciar a las ofensivas más temibles del béisbol cubano, en la década del sesenta del siglo pasado. Solo estuvo activo siete años y no dejó ningún récord, porque una hernia discal lo obligó a retirarse cuando más brillaba; pero, a pesar del corto tiempo en que los fanáticos pudieron disfrutar del número 17 de los equipos de Oriente, el nombre de Manuel Alarcón, el Cobrero, como lo llamaban sus amigos, sin dudas está asociado con varios de los momentos más emocionantes de las primeras Series Nacionales.
Cuando niño Alarcón soñaba con el béisbol; aunque probablemente en el poblado de Canabacoa, un sitio perdido en la geografía granmense, en las faldas de la Sierra Maestra, esos sueños lucían lejanos, porque Nené Cobrero, el padre, era inflexible con el horario de trabajo y Manuel tenía que cumplir con las múltiples obligaciones de un hogar muy humilde.
A su familia la conocían como “los Cobreros”, aunque ni Manuel ni su padre habían vivido en El Cobre—en la provincia de Santiago de Cuba—; pero de allí era el hombre que crió a Nené y a quien Alarcón veía como su abuelo, por tanto, el apodo de “Cobrero” acompañó a la futura estrella toda su vida, incluso cuando tuvo que alejarse, para siempre, de los terrenos de béisbol.
Manuel dedicaba la mayor parte de su tiempo libre a la práctica de la pelota. Él sabía jugar bien a la defensa y en ocasiones subía a la lomita; además, cuentan que no era un mal bateador. En el campeonato regional, celebrado en 1962, Alarcón tuvo un rendimiento aceptable y su nombre fue incluido en la nómina de lanzadores de Orientales, selección que participaría, junto a otras tres, en la primera versión de la Serie Nacional.
Las cosas no funcionaron bien para Alarcón en la temporada inaugural de las Series, porque ganó dos partidos y perdió cuatro; sin embargo, su buena curva convenció a los técnicos quienes lo llamaron para formar parte del equipo cubano que intervino en los Juegos Centroamericanos de Kingston, en Jamaica. Allí el Cobrero trabajó en dos partidos. Comenzó con un triunfo sobre Venezuela; pero luego cayó en un importante desafío ante República Dominicana y Cuba concluyó en la cuarta posición, por sus tres reveses por el margen de una sola carrera.
El desquite de Alarcón en un evento internacional no demoró mucho tiempo. Un año después del descalabro en Jamaica, el equipo nacional reconquistó el título panamericano, al derrotar de forma muy convincente a Estados Unidos, en el evento desarrollado en Sao Paulo, Brasil. El Cobrero finalizó con marca perfecta 2-0 y un promedio de efectividad de 1,50. Modesto Verdura fue la principal estrella de esos Juegos; pero Alarcón también aportó en la corona cubana.
La ascendente carrera de Alarcón sufrió un serio retroceso en 1965, porque el jugador fue suspendido todo un año, por problemas disciplinarios. En el tiempo que estuvo fuera de los terrenos, el Cobrero trabajó intensamente en perfeccionar su forma de lanzar y sorprendió a todos con un impresionante movimiento del cuerpo, en el que mostraba su número al bateador y a los fanáticos sentados detrás del plato. En la entrevista que concedió Manuel a los periodistas Leonardo Padura y Raúl Arce, para su libro “Estrellas del béisbol”, el jugador recordó esos momentos: “Conseguí un espejo grande […] y empecé a ensayar movimientos, hasta que descubrí que ese giro me permitía darle la espalda al bateador y enseñar el número como decían los narradores […] Nunca perdí el control de mis lanzamientos y cuando hacía ese wind-up podía tirar cualquier pelota y ponerla donde quería.”
Los resultados del entrenamiento de Alarcón fueron inmediatos. Su regreso en la VI Serie, 1966-67, fue fundamental para que los Orientales de Roberto Ledo llegaran a un playoff final ante Industriales. El equipo de la capital buscaba su quinto título consecutivo; sin embargo, el Cobrero tenía otros planes. Una de sus anécdotas más famosas fue cuando anticipó que los santiagueros deberían cerrar la muy famosa calle Trocha, para que por allí pudiera desfilar la célebre comparsa “El Cocuyé”, en la celebración del triunfo sobre Industriales.
El domingo 12 de marzo de 1967, en un estadio “Latinoamericano” completamente lleno, Alarcón fue casi perfecto y se mantuvo las nueve entradas, sin permitir anotaciones; mientras sus compañeros Agustín Arias y Fermín Laffita se encargaban de impulsar las tres carreras que le dieron a Orientales la primera victoria en las Series.
No obstante, el año 1967 estuvo marcado por momentos muy tristes para el Cobrero. En los Panamericanos de Winnipeg, Cuba y Estados Unidos se enfrentaron en un playoff para decidir al campeón. Alarcón fue seleccionado por Ledo como abridor del desafío decisivo y realmente estuvo en otra noche espectacular. En ocho innings solo permitió un indiscutible; sin embargo, en el noveno abrió con una base por bolas y, minutos más tarde, con las bases llenas, un batazo bien colocado entre primera y segunda base dejó al campo a Cuba.
Para la VII Serie Nacional, 1967-68, los organizadores decidieron ampliar el calendario hasta 99 partidos y Alarcón fue la figura más destacada del torneo; aunque algunos meses después el Cobrero descubriría que aquella había sido su última temporada en el béisbol. Alarcón lideró el cuerpo de lanzadores de Mineros, ganó 17 partidos y propinó exactamente 200 ponches.
El Cobrero nunca más volvería a subirse a una lomita, en un estadio. Los intensos dolores en su espalda, durante unas jornadas de entrenamiento con el equipo nacional, le anunciaron que algo no andaba bien. El dictamen médico fue una hernia discal. “Ese fue mi fin como pelotero. De no ser por la lesión yo hubiera podido tirar unos ocho o nueve años más, porque todavía estaba entero y sin ningún problema en el brazo. ¿No fue fatalidad lo mío?”, preguntó Alarcón a Padura y Arce en la ya citada entrevista.
Lejos de los terrenos, Alarcón se dedicó a otra de sus pasiones: el canto. Su voz pudo escucharse en diferentes centros nocturnos de Bayamo, en Granma. Así se ganaba la vida el hombre que parecía destinado a romper no pocas marcas en el béisbol cubano. Pasaron los años y el olvido cayó sobre su figura. El 29 de mayo de 1998, a los 56 años, murió en La Habana Manuel Alarcón, “el Dios del Cobre de los Orientales”. Dos años después, quizás como una forma de reparar el silencio sobre el brillante lanzador, su nombre quedó incluido en el listado de los 100 mejores deportistas cubanos del siglo XX.

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