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Los paraguas de Cherburgo

21 de mayo de 2016

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paraguas (Small)La voz impersonal del profesional brindó la noticia cultural junto a las que anunciaban exposiciones performáticas y el concierto de una baladista de moda. Era un joven locutor y posiblemente gustaba de filmes de persecuciones de autos, sangre a borbotones y orgasmos de duración interminable. Aquel par de escuchas no lo acusó de insensible. Si en el hogar nadie le propició el encuentro con el otro cine, merecía la absolución. Por lo menos, pronunció bien el nombre del músico y de ese filme que a ellos, como decían los nietos, les removía el piso.
Una copia remozada de “Los paraguas de Cherburgo” se propondría en el Mes de la Cultura Francesa. Y la melodía de Michel Legrand los envolvió en una nube azulada que los arrancó de la mesa en que pelaban las papas para el pacífico tambor que prepararían para el pacífico batallón familiar que invadiría el hogar en horas de la tarde. Los dos ancianos no padecían del síndrome del nido vacío, sino de la versión criolla, la del nido desbordado.
Él advirtió las lágrimas en los ojos de la mujer de cuchillo paralizado ante una papa legal mayabequense. Años atrás, aquellos ojos brillantes en aquellos tiempos, lloriquearon por el amor interrumpido entre los dos amantes. Esta vez, casi aseguraría el porqué del nuevo lagrimeo. Las ganas de contemplar el lluvioso paisaje de Cherburgo en pantalla grande y en sus matices y sonidos originales. A él también la noticia le encendió las ganas. Abandonó las papas en silencio y ella lo vio partir para la guerra, para otra guerra cubana contra los demonios.
Desde la sala realizó varias llamadas telefónicas pues su plan dependía del apoyo estratégico familiar en pesos y tiempo empleado. Combatió a los desganados con tiros directos a los sentimientos, hablando del trozo de felicidad que brindarían a la abuela por un refuerzo del tamaño de esas papas bautizadas “titinas” por las amas de casa de alcurnia.
Así derrumbó las fortalezas y sonriente dio el objetivo por tomado. Un pensamiento desapareció a galletazos la sonrisa. Era un hombre entrenado en las diarias guerras. Sabía que la información era poder y procedió al abierto espionaje telefónico. Indagó con los amigos si conocían la noticia y sacó sus propias conclusiones. Algunos eran atrevidos guaguanautas capaces de colgarse de una puerta sosteniendo a la mujer en el aire. Tomaría nuevas precauciones. La victoria exigía más preparativos bélicos.
A la abuela la trasladarían en un tanque, perdón, en un almendrón alquilado y los nietos exploradores invitados ya habrían ganado las primeras posiciones en la cola por las entradas. El espionaje telefónico supuso la invasión de viejos románticos al cine que soñaban ocupar las mejores butacas para el viaje a Cherburgo provistos de sombrillas, pomos de agua por la deshidratación posible por el líquido perdido por el lloriqueo de damas y caballeros. La vejez rompe el obsoleto mandato de que “los hombres no lloran”.
El anciano sonrió saboreando la victoria en que además de disfrutar recuerdos con la abuela, le abriría las posibilidades a los nietos invitados de rendir las armas del regatón ante la música suprema de Michel Legrand.

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