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Los gritos

2 de junio de 2018

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Barcelona-extendera-atencion-comerciantes-ancianos_TINIMA20120515_0988_18De sopetón, no llegaron los gritos. Invadieron los días poco a poco. Desconocieron las horas fijas, los avisos metereológicos, la influencia de las lunas y los animales del horóscopo chino.
Tampoco arribaron juntos. Primero, aparecieron los gritos agudos, arrítmicos. El anciano al principio para calmarla, los atribuyó a una lechuza trasnochada de turnos irregulares de trabajo. Porque los iniciales, entraron en las noches. Ella ni sonrió. Amaestrada en traducir el vocerío de los vendedores ambulantes, pasada una semana aseguró que aquellos gritos procedían de una garganta humana y casi afirmaba, gritos de hombre aunque agudos porque el dolor y la pena cuando es alta tiene sonido de mujer de parto. Asustados, acurrucados detrás de la ventana que daba para el edificio construido que les robó el aire, aguzaron los oídos. El anciano, envejecido a golpes de fábricas y talleres, sabía que la cólera acerca la voz humana al chillido animal, adivinó sílabas en los gritos y articuló palabras y descubrió nombres. Nombres que contestaban con órdenes e insultos.
Un día, al regreso del mercado, la anciana trajo la confirmación de que era una voz humana. Voz de hombre abandonado en compañía de otros humanos.
A esos gritos le sabían el nombre y los dos apellidos, repetidos en las reuniones del barrio. Y también el cariñoso apodo en los saludos mañaneros en la marcha al trabajo, en la calle compartida años atrás. En esa misma calle les contaron. Él cayó y cuando lo levantaron ya no tendría más nombre, ni dos apellidos, ni siquiera el apodo cariñoso. Era solo un grito adivinatorio, esporádico, filtrado por las persianas de la casa, traducido en pedido de ayuda escuchado por los ancianos vecinos, ignorado para la familia aburrida en servir a quien les sirvió por años.
Ese grito quejoso, prendía miedos silenciosos en los dos ancianos. Ninguno lo susurraba al otro. Cuando el grito anticipado prendía en el pensamiento, cerraban los ojos para que el otro no lo descubriera. Un día, cualquier día, uno o el otro podrían caer también en la calle y vivir solo a base de gritos y posesionarse del silencio del otro.
Estaban solos, dependían uno del otro. Resistieron durante años los altibajos de la relación matrimonial. De los excesos amorosos de la vitalidad juvenil al otoño de las relaciones organizadas. De los encontronazos normales de dos individualidades hasta la aceptación mutua de las naturales imperfecciones.
Lo suponían. Cualquiera de los dos caería primero en la calle. El otro lo levantaría. No habría gritos escapados por la ventana hacia el edificio que les quitó el aire. Solo susurros que el otro oiría hasta el final de la voz desaparecida para siempre.
Todavía estaban vivos los dos cuando una madrugada, el grito final del vecino solitario se despidió de ellos, los únicos al tanto de su soledad porque como todas las noches, la familia dormía en guerra contra ellos mismos.

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