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Los golpes de la cotidianidad

29 de agosto de 2015

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divorcio (Small)Después de esquivar juntos las trampas de la cotidianidad, de dar uno al otro la mano en los fracasos compartidos, de unir los aplausos en los triunfos de cualquiera de los dos, cuando la serenidad regenteaba los días, escuchó las palabras que nunca imaginó escuchar. No era una broma. Con los dedos índice y pulgar tamborileaba sobre la mesa, gesto en el denotador de preocupación. Lo que decía rompía con la lógica de sus vidas, con las manías reconocidas y aceptadas, como si le dijera que después de tomar por años el café amargo, prefiriera de un día para otro, el endulzado.
Ese hombre sentado frente a ella, mesa de la cocina por medio, le estaba pidiendo el divorcio.
Ansiaba advertir algún rasgo de locura en sus ojos. Esos ojos huidizos por pena, vergüenza o temor ante su reacción inmediata.
Cuando esa mañana él la invitó a conversar sobre un asunto importante, ella pensó que al fin había decidido jubilarse, o le propondría la venta de la casa o, quizás, la marcha al extranjero con uno de los hijos. Ahogada en el estupor inicial, tiempo después se preguntaría por qué recitó interiormente los versos del poeta favorito. Él nunca fue hombre de poesías, compartían el gusto por las novelas de heroicidades fantásticas, esas de leer en unos días y devolver que ella conseguía como las frutas preferidas por él y las vacaciones con los amigos del trabajo.
“Como un golpe del odio de Dios”, gritó el poeta. Parir a los hijos dolía, dolor olvidado al apretarlos contra el seno. Contemplar a una madre moribunda dolía, pero correspondía a la ley de la existencia. Este dolor aniquilaba porque significaba traición, engaño, desesperanza, soledad.
Al principio de la ancianidad de los dos, libres de las responsabilidades de hijos y nietos ausentes, dispuestos al sosiego hogareño, con la flecha principal apuntando a la conservación de la salud y a la búsqueda de entretenimientos comunes, los de siempre y quizás otros, este hombre ya le aceptaba la mirada en silenciosa afirmación de las palabras dichas.
Mientras, ella se debatía en una pregunta interminable: ¿en qué fallamos?. Todavía se afianzaba en la unidad de los dos. Si los dos constituyeron un bloque frente a las adversidades, si en trabajos extras fundamentaron las finanzas, si le abrieron a los hijos la senda de la realización personal, ¿en qué recoveco oscuro se escondió el error compartido?
Por única respuesta a la petición, su voz entristecida desplegó hechos y emociones disfrutados o sufridos por los dos. El aludido la paralizó con unas pocas palabras que nunca pudo comprender ni en estos días rodeada de la soledad: El presente se nos fue preparando el futuro y no quiero vivir preparándome para la muerte.

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