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Los actores juegan como niños XIV

29 de noviembre de 2013

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Hassane Kouyaté tiene la costumbre de permitir la entrada a los ensayos de amigos, conocidos y hasta de ambulantes, que, no teniendo mejor ejercicio o destino, lo mismo se instalan en una cola sin propósito, que en un funeral o en un teatro, dispuestos a presenciar una obra sin nombre, que apenas entienden o miran, pues su asunto no radica en la recuperación sino en la pérdida del tiempo. Depravado y falso Marcel Proust, que no lograr manchar la finura del papel o arañar la eternidad sino que avanza o retrocede siempre contra natura.
El director cree que con la presencia de estos seres – existentes o no, según nos los descubra Emmanuel Kant-  los actores irán  afilando sus armas a través  del contacto con el público o con las sombras de este, pues él sabe que, a fin de cuentas, el proceso de creación de una obra de arte termina en el otro, en ese que cómodamente se instala y nos mira, nos presta sus ojos o nos dona las orejas, que son las puertas de entrada al reino donde solo habitan el Yo y el Otro. Tampoco deberíamos desechar esa actitud, tan humana, que es el fingimiento, la mímesis, la camaleónica postura de mirar sin ver, de estar sin ser.  No importa quién es el espectador, el mirón, el curioso o el paseante, no importa qué hace o qué actitud interior le acompaña; lo importante es que esté o que tengamos la ilusión de que es real.
En todo tiempo y lugar este observador será una pieza clave a la hora de relatar la historia. Además de que, cuando el actor ve algunas lunetas ocupadas, automáticamente permite o insta a su personalidad a que asuma, en todo su esplender, una condición y textura espectacular que únicamente se alcanza cuando el circulo está cerrado y no le sobran o faltan piezas. Y para que esto sea una realidad, y no un proceso, no basta con tener un texto que decir, un conflicto que planear, un espacio que ocupar, unas acciones que realizar, unos compañeros con los que interactuar, un aparataje para decir; sino que hace falta un receptor, vasija que reúne, acapara y mezcla en su interior la totalidad y que es capaz de encontrar el entendimiento y la razón optimas que lo mantienen quieto en su sitio, sin asomo de ese bamboleo estridente que es hijo del aburrimiento o la apatía, y que tiene la facultad de emitir un chirrido inconfundible, muy distinto al de un grillo malojero, al de una puerta oxidada o al de una mampara fuera de uso.
Donde se cuece el Teatro no es en el escenario, aunque este sea importante, las verdaderas calenturas viajan entre este y el lunetario.
Dada la norma del maestro se hacía imposible espantar miradas indiscretas y visitantes inoportunos. Sin embargo, hacíamos lo posible. Alguna que otra vez aprovechamos para conversar con un periodista apurado, dándole una panorámica general de la puesta o conversamos amablemente, intentando, muchas veces en vano, ganar tiempo y evitar la interrupción de un ensayo, justo en el momento en el que un actor estaba entrando a sitios que ni soñábamos podría explorar.
Uno de esos días apareció un intruso. A pesar de la oscuridad de la sala se podía adivinar que era un fuereño. Hombrecito normal, más bien bajo, aunque de formas armoniosas, con acento italiano, que preguntó por el director. Esperó un receso en el ensayo y se le acercó. Evidentemente no eran amigos, ni siquiera se conocían. Kouyaté, como buen mandinga, es afectuoso; y con este fue cortés. Hablaron unos minutos y el italiano desapareció en la sombras.
Pocos días después regresó. Traía cientos de fotografías tomadas durante la clausura del Festival Primavera de Cuentos 2013, y en el estreno de La Extrangera.
Nunca he sabido si Elio Miniello – tal era su nombre- tiene el don de pasar sin ser visto o si ciertamente se hace transparente, por obra de su personalidad y talante, o si es que usa una de esas capas de invisibilidad tan frecuentes en sus coterráneos Straparola, Basile o Bocaccio. Hizo su trabajo y no nos diéramos cuenta. Finalmente nos lo donó. Llegó otro día, dejó un DVD lleno de obras de arte y desapareció. Mucho después supe que había expuesto en Casa Gaia en La Habana y trabajado junto a la directora de esa institución en Venecia.
En medio de este capitalismo hegemónico, mundializado y homogenizado, pero decadente, hay quien habla de la irreversible conversión del Arte en mercancía o en fetiche, que genera y estimula la banalidad y el ego hipertrofiado del artista, convertido en demiurgo productor de la futilidad y estimulador del consumo, que promueve, no sin cierta dosis de pompa y afectación,  la necesidad de estructurar estrategias de mercadeo correctas, acordes al sistema institucional vigente, que se afianzan sobre el reinado de Don Dinero, maestro de ceremonias y dueño de los hilos que controlan los predios de la circulación y distribución de lo “bello”; y en peor de los casos es promotor de una cierta necesidad de cambio sin fin, tan cercano a la obsolescencia programada de los electrodomésticos. Lo que hoy es, mañana no es. Lo que necesitamos hoy es descartable en breve. Se trata de vender urinarios, pero sin el espíritu y la rabia de La Fuente de Marcel Duchamp. Simples objetos mingitorios.
Sin embargo, el fotógrafo italiano parece tener la vocación de ir a contracorriente. Dona su obra, sin que medien contratos ni saraos, sin que lo que hayamos, si quiera, invitado a un frugal desayuno de trabajo o a un coctel, tan de moda, en inauguraciones o estrenos. Es más, creo que al verlo con la cámara el personal de sala lo supuso un fotoreportero más y ni siquiera debió pedirle la credencial de prensa o acomodarlo debidamente, porque ya se sabe que ellos tienen la intranquilidad visceral de los andarines, haciendo inútiles los más selectos y acolchados asientos.
En Internet, sin más datos, se refieren a él, varias veces, como “importante fotógrafo”, y no tienen que decirlo, su obra tiene imágenes inconfundibles y bien temperadas, que en ocasiones hablan conjugando lo estelar y lo telúrico.
Ustedes, que me acompañan, las han visto, las ven. Ya que en muchos lugares sigue vigente la antigua y sabia máxima que dice que vista hace fe, ténganla, porque pueden ver.

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