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Los actores juegan como niños VIII

2 de septiembre de 2013

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A un cuentero siempre, y en todo lugar, le saltan historias del estómago a la boca. Ellas pugnan por salir. Así que durante los ensayos, en los recesos, mientras disfrutábamos de la comida, o en los lugares más insospechados, el griot Kouyaté narraba un cuento, uno de esos que, sin tiempo ni origen, habitan los pueblos.
La historia que transcribo ahora se la escuché por primera vez en la Casona de Línea,  o en la Sala Las Carolinas, no recuerdo en qué año, pero sí tengo claro que la contó en el amplio balcón de la Galería Raúl Oliva, durante un encuentro entre amigos. Es una fábula que se repite en muchas culturas y pueblos, yo he leído una versión albanesa donde los personajes no son un hombre que busca su destino y que se encuentra con un león flaco, una mujer casadera y un árbol seco, sino que los personajes son un lobo, un pez, un tabernero y el hombre, que, sin embargo, son protagonistas de sucesos idénticos.
De más está decir que, al no haber grabado el acto, la transcripción se basa en mis recuerdos. Las palabras exactas las posee Hassane. Él es su dueño. Además, en esa tarde habanera diluviaba, y habiendo llegado mucho después de la hora convenida, no queriendo interrumpir, mientras el africano narraba la historia, la volví a escuchar, pero en esta ocasión, a través de una puerta de cristal que no dejaba ver el otro lado. No eran un cuerpo y una voz las que llegaban hasta a mí, sino un eco, un sonido mágico, una voz sin cuerpo, que adquiría dimensiones y sensaciones que únicamente he sentido allí. Tras la puerta, al frente una exposición en penumbras, sobre bastidores negros, me hicieron entrar en el reino de lo increado, quizás en un instante que recuerda al ¡Hágase! de Dios.
Ante la disyuntiva de que lean, y disfruten, palabras infieles o que se queden sin el gozo y el tesoro, he optado por lo primero. También hay un segundo y no más grave inconveniente: la representación no será trasmitida. Nunca podrá serlo. Esa es una de las grandes dificultades de los folcloristas y antropólogos que, al transcribir el hecho oral, cambian de sistema simbólico de expresión y gran parte de la riqueza y la multiplicidad de la Oralidad se queda fuera en la Escritura. No pueden dejar testimonio del tiempo-espacio creado, ni de la recepción y los receptores, ni de la historia atesorada en la memoria de cada oyente, en espera de un nuevo hecho oral; además de que tendrán que dejar fuera los lenguajes no verbales, la circunstancia en la que se produce la narración, en fin, que lo que leerán es algo que fue alguna vez un discurso, pero que ahora es solo texto.
Ahí, sin embargo, y con los riesgos conocidos y por descubrir, va la historia.


El destino siempre te sale al camino

Erase un hombre, que quería casarse con una mujer bella y virtuosa, que quería tener dinero para salir de la pobreza, pero que, sobre todas las cosas, quería saber cuál era su destino. Un día decidió marcharse para averiguarlo y se dijo:
–    No puedo seguir viviendo sin saber cuál será mi destino. Iré a preguntarle a Dios, que es el único que lo sabe.
Y se puso en camino.
Caminó, caminó y caminó, hasta que encontró, acostado sobre una roca, a un león flaco, tan flaco que se le podían contar todos los huesos. Al ver al hombre, el león hambriento, y muy flaco, que no tenía fuerzas ni para atacarlo, le preguntó:
–    ¿Adónde vas?
–    Voy a buscar al Señor para que me diga cuál es mi destino –respondió él.
–    ¡Qué tengas éxito en tu búsqueda! Pero, ¿podrías preguntarle a Dios cuándo volveré comer carne otra vez?
El hombre le prometió al león preguntarle al Todopoderoso sobre ese asunto y siguió, sin mirar atrás; hasta que llegó a un desierto, en medio de él encontró una casita. Allí entró a pedir agua y, de ser posible, un poco de pan para poder seguir andando hasta encontrar a Dios y que este le revelara su destino.
En la casa, que más parecía un jardín que una morada, vivía una hermosa mujer, la más bella de las mujeres que hubiera visto jamás el caminante, que, sin embargo, estaba sola. No tenía marido, pues por allí no pasaban hombres y los que se atrevían ya estaban casados. Al ver a uno, llena de esperanza, ella le preguntó:
–    ¿Qué haces por estos lugares, apuesto mancebo, andas buscando con quién casarte?
–    No. Voy a buscar al Señor para que me diga cuál es mi destino –respondió él.
Triste, porque tampoco este hombre estaba disponible, ella dijo:
–    Pregúntale de mi parte por qué, aún siendo bella, aún sabiendo hacer las cosas del hogar como ninguna otra mujer; a pesar de ser discreta, de hablar poco y de conformarme con lo justo, no encuentro marido. Pregúntale si alguna vez me tocará en suerte uno.
Ella le dio pan recién horneado, el mejor que el peregrino hubiese comido jamás, y le sirvió comida, la mejor sazonada de la tierra, y le brindó una estera; y él durmió esa noche como hacía mucho tiempo no dormía. A la mañana, sin haber salido el sol, ni despedirse de la mujer que no tenía marido, el hombre reanudó su marcha, y caminó, caminó y caminó hasta que llegó a un bosque frondoso en el que, sin embargo, había un árbol seco. El hombre se detuvo a descansar y, al poner la espalda sobre el árbol moribundo, este le preguntó:
–    ¿Qué haces tú por aquí? Este bosque es peligroso, muy peligroso. Está lleno de alimañas, de fieras, de bandoleros. A mí no me gusta este bosque, mira como me tiene.
–    No te preocupes, estaré aquí solo un instante. Voy a buscar a Dios para que me diga cuál es mi destino –respondió él.
–    Pues que te vaya bien. Pero cuando le encuentres, por favor, pregúntale, por qué, si estoy plantado en medio de un bosque lleno de vida, yo tengo mis ramas secas y mis raíces están a punto de morir. ¿Le vas a preguntar, buen hombre?
–    Sea, le preguntaré a Dios. Espérame.
El hombre continuó la marcha hasta que se le apareció Dios en persona, que le preguntó:
–    ¿Adónde vas, buen hombre, a quién buscas?
–    Voy a buscar al Omnipotente para que me diga cuál es mi destino –respondió él.
–    Yo soy. Omnipotente, Misericordioso, yo soy el Todopoderoso. Regresa, que tu destino te saldrá al camino –dijo Dios.
–    Gracias, gracias. Oh, Señor, eso es lo que andaba buscando, quería saber cuál sería mi destino. Estoy cansado de ser un hombre pobre que no sabe lo que ocurrirá mañana. Sin embargo, querría pedirte un favor, uno mínimo. No quiero abusar de tu generosidad, pero en el camino, casi al llegar hasta tu divina presencia me encontré con un árbol seco, plantado en medio de un bosque frondoso, que me pidió te preguntara por qué solo él y nada más que él tiene las ramas secas y las raíces a punto de morir en ese sitio.
–    Ah, eso es muy fácil de responder, dile al árbol que mientras que no desentierre el cofre repleto de monedas de oro que tiene enredado en sus raíces no crecerá ni será verde.
–    Oh, Dios mío, gracias, nuevamente gracias. Pero, perdona que si pregunto otra vez. Tú me entiendes. El camino fue largo. Me encontré además con una mujer, ¡qué mujer!, la más bella y virtuosa de las hijas de Adán, que vive en una casita en mitad de un desierto, y está sola. Ella quiere saber si algún día se casará.
–    Dile a esa hija mía que se casará, que claro que se casará, pero que eso será el día en que llegue hasta ella un hombre que sepa su destino, uno que lo haya encontrado en el camino.
–    Por último, Dios mío, y prometo que no te pediré nada más, cuando comencé a caminar para encontrarte, vi a un león muy flaco, que no tuvo fuerzas siquiera para atacarme, que al saber a dónde me encaminaba, me pidió te preguntara si alguna vez él volvería a comer carne.
–    Claro, ese es el león, flaco y hambriento, que está muriéndose sobre una roca bajo el Sol. Dile, de mi parte, que saciará su hambre cuando se coma a un hombre necio que no haya reconocido su destino antes de llegar hasta allí.
Como ya no tenía más nada de qué hablar, Dios se fue y el hombre emprendió el trayecto de regreso. Hasta que llegó al bosque en donde estaba el árbol.
–    He hecho lo que me pediste, amigo árbol, y Dios me dijo que tienes un cofre repleto de oro atrapado en tus raíces, que hasta que no lo desentierres no volverás a ver tus ramas verdes ni tus raíces vivas.
Y el árbol le pidió al hombre, cuyo destino estaba en el camino, que desenterrara el tesoro, que se lo llevara, que a él no necesitaba el oro, que lo que quería era volver a ser verde y crecer desde la raíz hasta la copa. Pero el hombre le contestó:
–    No tengo tiempo para desenterrar tesoros, Dios me dijo que mi destino me saldría al camino y eso hago, caminar para encontrarlo. Tengo prisa. Debo seguir andando.
Y dejando allí al árbol y al cofre lleno de monedas de oro, siguió hasta que llegó al desierto y la mujer que vivía sola enseguida lo reconoció y le preguntó:
–    ¿Encontraste a Dios? ¿Qué te dijo sobre tu destino?¿ Qué dijo sobre el mío, dijo que me casaré alguna vez?
–    He hecho lo que me pediste, y Dios me dijo que te casarías cuando un hombre que conoce su destino pasara por aquí.
–    ¡Cásate conmigo! Tú eres un hombre que ya conoce su destino, el Señor te lo reveló. ¿Por qué no nos casamos de inmediato? –dijo ella.
Pero el hombre contestó:
–    No puedo casarme contigo, aunque yo creo que serías la esposa que siempre quise, la madre ideal para mis hijos,  pero Dios me reveló que mi destino me saldrá al camino y tengo que seguir. Tengo que caminar. ¿Lo entiendes? Debo tropezarme con mi destino.
Ella no entendió. Pero el hombrecito se fue y llegó hasta la roca donde descansaba el león flaco y hambriento. Le contó que todo lo ocurrido en el viaje de ida y en el viaje de regreso, hasta que le dijo:
–    Hice lo que me pediste, amigo león, le pregunté y Dios me dijo que hasta que un hombre necio, que no hubiese reconocido su destino al caminar,  no llegue hasta la roca donde estás echado, no comerás carne.
El león entendió al instante el mensaje de Dios, y sacando fuerzas de donde no las tenía, dando un salto, de una sola mordida, se comió al hombre, que de ese modo encontró su destino.

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