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Los actores juegan como niños IX

6 de septiembre de 2013

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Siempre recuerdo a Teresita Fernández, cuya palabra, que es látigo con cascabeles -tan martiana-, no paraba de hacer “la Peña” hasta en la madrugada, mientras otros dormían. Ella siempre hablaba de que la lengua “se le calentaba”, o mejor, como se dice en África, se le aceitaba, se le llenaba de lustre. Y una lengua así no puede tener otro destino que decir, que hacer llegar hasta la oreja la música de las historias. Pero, ¿qué palabra deberá ser dicha? Solo una, la buena, que, como reza el refrán, llegará a serlo cuando se comparte.
Hassane Kassi Kouyaté, no dejaba de contar. Un día, narró una idéntica a otra que yo contaba, pero esta proveniente de la tradición judía centroeuropea. No vamos a especular si fueron los asquenazi los que la llevaron a África o los judíos negros – que los hay-  los que la introdujeron  en Europa. Poco importa. Lo significativo es que los cuentos de todos los hombres y los pueblos parecen ser un único cuento, contado por un único narrador. El personaje protagónico de la historia que conozco es un rabino, piadoso y pobre, radicado en Cracovia, que se llama Eisig, que va hasta Praga a buscar un tesoro, que no encontrará allí, bajo el Puente del Rey, sino que en otro sitio, que es idéntico al de la historia de África occidental. En la versión africana el hombre no tiene nombre y es un labriego pobre, lo demás es casi idéntico, solo varía el paisaje, sus elementos nativos. No los hechos.
Voy a seguir transcribiendo historias escuchadas a Hassane. Las advertencias hechas con anterioridad valen ahora y después, porque este es apenas el comienzo.

El tesoro que hay que buscar

En medio de un terreno baldío había una casita de piedra, habitada por un hombre pobre y solo. Junto a su campo había una higuera, que nunca había dado frutos, y junto al árbol pasaba un río. Todas las tardes, después del trabajo, el hombre se sentaba bajo el árbol y pensaba en su vida, que parecía no encontrar destino ni reposo. Así se quedaba dormido, hasta que al caer la noche regresaba a su casita, a su camastro y a su pobreza.
Un día, él regresó de trabajar e hizo lo de siempre. Se quedó dormido bajo su árbol. Pero esta vez soñó que en la ciudad, al final de la calle principal, había un tesoro escondido bajo la tierra, esperándolo. Cuando se despertó dijo:
–    Debe ser el hambre lo que me hace soñar con tesoros.
Pero, a partir de ese instante, y cada tarde, cuando se quedaba dormido bajo la higuera estéril él regresaba.
–    ¡Qué sueño más molesto! ¿Será que algo me están diciendo, que algo me están indicando a través de él? No puede ser. Los sueños, sueños son. Además, yo no conozco la ciudad, nunca he ido a ninguna. No sé cuál es.
Tanto insistía el sueño en repetirse, hasta que el hombre se decidió a ir a buscar esa ciudad y desenterrar el tesoro. No tenía que perder, pues nada tenía. Se levantó temprano, y en vez de irse a trabajar, se dirigió a la ciudad más cercana, dejando atrás su casita de piedra, en medio de un terreno baldío, dejando la higuera estéril y el río.
Después de caminar casi todo el día, al atardecer, llegó a la ciudad, y enseguida la reconoció. Era la ciudad del sueño, preguntó por la calle principal y la atravesó de principio a fin, hasta que llegó al borde un precipicio, en cuyo fondo, depositaban las basuras de la urbe. Decepcionado dijo:
–    Ese sueño no era más que un sueño. Esta calle solo desemboca en inmundicias. No hay tesoros aquí. Mejor descanso y al amanecer regreso.
Cuando se disponía a descansar, descubrió que, casi en el borde del precipicio, estaba sentado un anciano muy viejo, vestido con harapos, que parecía brotar del fondo de la tierra. El hombre del sueño se le acercó y le preguntó que dónde se podía dormir, que le indicara un sitio tranquilo, porque no quería morirse en una ciudad extraña a manos de malhechores que, además, solo encontrarían unos bolsillos vacios. El anciano sonrió y le dijo:
–    Este es el mejor lugar. Por el hedor de la basura no vienen los maleantes ni otros pordioseros. Quédese, dentro de poco haré una hoguera, así nos calentaremos y podremos compartir un pedazo de pan viejo. ¿Usted no es de esta ciudad?
El hombre le dijo que no. Y se pusieron a buscar con qué hacer la hoguera. El anciano sacó de sus bolsillos sucios una cajetilla de fósforos,  tan sucia como todo lo que la rodeaba. Y al calor de la lumbre los hombres se contaron sus sueños. Comenzó el más viejo:
–    Desde hace mucho tiempo me visita un  mismo sueño. En él aparece una casita de piedra, situada en medio de un terreno baldío, y junto a ella hay una higuera estéril, y cerca le pasa un río de aguas claras. En las raíces de ese árbol, hay un cofre lleno de monedas de oro, que es lo que no la deja dar frutos. Pero esto es un sueño, ¿quién puede saber dónde está esa casita de piedra, ese terreno baldío, la higuera estéril y el río de aguas claras? El mundo es muy grande. No vale la pena irse tras ese sueño.
Cuando el anciano harapiento terminó su historia, el hombre, sin despedirse, salió a toda carrera. Regreso por donde mismo había llegado, hasta que al amanecer llegó a su casita de piedra, situada en medio del terreno baldío. Sin pensarlo dos veces fue hasta la higuera que no daba frutos y que estaba junto al rio, y se puso a escarbar en sus raíces, hasta que se topó con algo duro, que parecía ser un cofre viejo y agrietado, del que salían, al ser iluminados por los rayos del sol, unos destellos, como de oro.

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