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Loipa Araújo (II)

22 de septiembre de 2014

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Loipa

Loipa Araújo, primera bailarina del Ballet Nacional de Cuba entre  1967 y 1997  y maître de prestigio internacional, nos concedió una extensa entrevista el 8 de septiembre del 2005, la cual, por la vigencia que mantiene en casi todos sus aspectos, estamos publicando, fragmentadamente,  en nuestra sección.
Desde hace unos años la Araújo funge en Londres como directora artística invitada del English National Ballet, dirigido por Tamara Rojo.

 

¿Podría usted abundar en las circunstancias que vio por primera vez a Alicia Alonso?
Nosotros la habíamos visto con el Ballet de Cuba, en el Auditórium, cuando yo estaba en la Escuela de Ballet de Pro-Arte Musical y para mí fue un deslumbramiento al tener ante mis ojos lo que uno anhelaba ser. Eso es importante para un adolescente empeñado en dedicarse a la danza: tener una figura representativa a la que desea imitar hasta que más tarde encuentra  el  camino propio, su forma de hacer.
Posteriormente, al integrarme al Ballet de Cuba, Alicia y Fernando se convirtieron en mis segundos padres, porque me pasaba la mayor parte del día en la Academia y el Ballet de Cuba. Y debo decir que me sentía feliz, pues los principios éticos, morales, patrióticos que recibía en mi casa se complementaban con muchos que nos inculcaban Alicia y Fernando, quienes aparte de educarnos desde el punto de vista técnico, lo hicieron, además, desde el punto de vista humano, lo cual me ha servido mucho en la vida.

 

En el año 1956 el gobierno de Fulgencio Batista retiró al Ballet de Cuba la exigua ayuda oficial que le ofrecía. En tales circunstancias Alicia Alonso decidió machar a Estados Unidos de Norteamérica y, en determinadas circunstancias, llevó a un grupo de sus alumnas más aventajadas, entre ellas usted. ¿Cómo recuerda esa experiencia?
Alicia decidió no bailar más en Cuba mientras la tiranía de Batista se mantuviera en el poder y siguió su carrera en Estados Unidos. Ella venía de vez en cuando a Cuba no a bailar, sino a trabajar. Y diría  que fundamentalmente a trabajar con nosotras; la veíamos ensayar, nos trabajaba los estilos… Durante las ausencias de Alicia el que estaba todos los días con nosotras era Fernando; en los salones de la Academia, en L y 11, permaneció a nuestro lado ejerciendo el papel de guía.
Al retirarse la subvención oficial se acabaron las funciones que teníamos y, en definitivas, un artista trabaja para estar en un escenario. Entonces, para poder mantener viva en nosotras esa llama, ese deseo,  en montajes que hizo para el Teatro Griego de Los Ángeles —primero de  Coppélia (1957) y después de “Giselle” (1958)— Alicia planteó, cuando firmó el contrato, como intérprete y coreógrafa, que también debían ser contratadas seis bailarinas cubanas: Josefina Méndez, Mirta Plá, Aurora Bosch, las gemelas Ramona y Margarita de Sáa y yo.
Después actuamos  con el Ballet Celeste (1957-1959), una pequeña compañía de San Francisco, que más bien integraban alumnos bajo la dirección de Miriam Lanova, quien quiso que nos quedáramos un tiempo más del inicialmente pensado. En ese elenco permanecimos unos tres meses haciendo una gran gira en ómnibus por el territorio norteamericano y bailamos en distintos lugares, como campamentos militares.
En 1958 Alicia volvió a Estados Unidos para el montaje de Giselle. Pero en esa ocasión no pudo lograr que pagaran el pasaje de las seis, solo el de tres. Tuvimos que inventar para costear los boletos que faltaban y se preparó una cosa muy linda: Alicia pintaba, había hecho unos cuadros y donó algunas de sus acuarelas para rifarlas junto con un par de zapatillas de punta  autografiadas por ella y, si mal no recuerdo, una fotografía suya muy grande. Mis padres tenían un pariente que trabajaba en una imprenta e hizo las papeletas. Después, cada una de nosotras se repartió los talonarios y salimos a vender las entradas para realizar la rifa. Con el dinero que recaudamos se pudieron costear los tres pasajes. Creo que fue algo maravilloso…Luchamos por ese viaje nuestro.
Ese período de la segunda mitad de los años cincuenta posee la belleza de que no sólo tomamos conciencia de cuánto nos gustaba la danza; también nos hizo comprender que, aunque el Ballet de Cuba había cesado en su actividad, no podíamos dejar morir la obra de  la compañía. Por eso en funciones que se presentaron en la Academia hicimos de todo: pusimos las sillas, aprendimos de luces, manejamos la grabadora, hicimos coreografías, vendimos entradas… Así ayudamos a crear las bases de algo tan maravilloso que es hoy el Ballet Nacional de Cuba.

 

En 1959 tuvieron lugar en Cuba cambios políticos, económicos y sociales definidores de una nueva etapa en la historia de la nación. Casi de inmediato se reorganizó el Ballet de Cuba, que quedó establecido como Ballet Nacional de Cuba, y usted integró el elenco del colectivo. Pasaría desde entonces por ascensos paulatinos hasta recibir la categoría de primera bailarina en 1967. ¿Como definiría sus vínculos con la danza hasta llegar a tan significativo momento de su trayectoria profesional.
Puedo decir que hasta ese momento recuerdo toda mi vida en la danza con gran alegría. Nunca me pesó asistir  a una clase, a un ensayo o una función. Puedo hacer una anécdota que ilustra esto: cuando tenía alrededor de quince años de edad había una función de Las sílfides y me coincidía con una fiesta de quince para la cual ya tenía el traje largo y, por mi dedicación al ballet, era la gran solista en el vals hasta la entrada de la festejada.  Estuve debatiéndome entre si iba a la función o fingía una enfermedad para asistir a la fiesta… Mi padre me dijo: «Tienes que asumir». Se lo comenté a Fernando y nunca olvidaré su respuesta: «Mira, Loipita, la decisión la tomas tú;  pero si tú dejas hoy una función de ballet por asistir a una fiesta, vas a dejar otras muchas funciones en tu vida por razones tan superficiales como esa».  Y decidí hacer la función. De ella salí corriendo hacia la fiesta, me puse el traje largo y, si bien no hice el vals, disfruté y me divertí toda a noche.
Creo que a partir de eso, en orden de importancia, la danza estuvo por encima de todo en mi vida. Mi hermana me señaló en una oportunidad cómo a veces la danza me sirvió de terapia en momentos difíciles. Si estaba angustiada, triste, la clase de ballet era mi medicina; después que la terminaba salía totalmente despejada, con otra visión de las cosas.
Por eso, cuando analizo la etapa de mi carrera anterior a 1959 y la posterior, al reorganizarse la compañía, el ascenso a cada rol, la interpretación de cada nuevo personaje, era el resultado de un largo camino recorrido a base de esfuerzos, como lo hizo Alicia, quien, a pesar de sus  serios problemas en la vista, siempre supo vencer este obstáculo y en todo fue un ejemplo para nosotras.

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