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Las penas que a otros matan

7 de octubre de 2017

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58889_gdEl toque en la puerta le acentuó más las arrugas del rostro. A la hora de las radionovelas le molestaban las visitas, aceptadas en las noches porque le entretenían la soledad. Ganas tenía de hacerse la sorda mas la velocidad tomada ahora por los toques, la asustaron. El gato también se molestó porque lo obligó a dejar esos muslos acogedores de la dueña. La anciana abrió protegida por la cadena que inmediatamente zafó. El rostro desencajado de la vecina le anunciaba un padecimiento físico o espiritual de graduación mayor.
Ochenta años de vida con experiencias propias más la acumulación de libros leídos y consejos psicológicos escuchados últimamente en la radio, la advirtieron que esta anciana de solo setenta años, estaba al borde de un ataque de nervios. No le dio tiempo al temporal de lágrimas, la tomó del brazo y la condujo a la cocina con el beneplácito del gato glotón, conocedor de que de aquel sitio siempre se regresaba con algún aliciente estomacal.
Se equivocó el felino. Del refrigerador salió el pomo de agua y del termo antediluviano, un poco de café. Ya con permiso para llorar, la vecina se conformó con sollozar y contar sus penas. Nuevamente se había olvidado de que ya había echado la sal y echó más sal y… saló el plato principal de la familia, aquellos frijoles negros acabados de probar por el nieto adolescente, quien protestó acaloradamente y lo peor, esas palabras cortadoras de la respiración de esta abuela desolada: “¡Ya no sirves para nada!”, gritó y se marchó con un portazo de despedida.
No tenía una cazuela de potaje para sustituir aquellos frijoles salados por la llorosa. Tenía, primero, frases de consuelo y un pañuelo para las lágrimas. Después, hurgar en las variaciones para un mismo tema de conversación que en los últimos tiempos, le repetían los antiguos amigos y conocidos.
La noche anterior, tocó a la puerta otro viejo sollozante. Solo otro anciano puede saber lo que es tomar un ómnibus bajo el sonido del cañonazo habanero para visitar a una amiga a veinte kilómetros de distancia. No le faltaba la alimentación, ni la atención facultativa ni los medicamentos. Sufría porque lo habían desterrado a comer en la cocina porque sus toses, sus ahogos, sus vacíos dentales, le daban asco a la familia. Para él tampoco halló la solución. Le repartió anécdotas del pasado conocidas por ambos para extraerlo del marasmo. Él insinuó la llamada a la familia. Su voz de vieja no ejercería influencia a esa hora. Que un grupo de adolescentes y jóvenes poseídos por un celular accedieran a escuchar una voz venida de un teléfono fijo, era tarea de Hércules. Cercana las once de la noche y sin solución, lo invitó a quedarse en la casa pues un viejo a esa hora por la calle, caería en la calificación de deambulante. Él se negó y disgustado por colocarlo ella también, en la lista de los despreciables ineptos, marchó.
La vecina regresó a la casa con la única recomendación posible. El invento de un plato adicional y que borrara todo vestigio de los frijoles salados con una limpieza a fondo de la olla delatadora.
Terminado el horario de las novelas y exhausta de tanta palabra triste y situaciones engorrosas ajenas, merecía un respiro. Tocaban a la puerta y en fila india caían las penas de los otros. Y “esos otros” ni preguntaban por su salud. Partiría para su zona de confort, la construida por ella. En la cocina tomó las migajas de pan y el arroz guardado en un recipiente. Marchó al pequeño patio enrejado cubierto por el sol. Los gorriones la conocían y ocupaban posiciones estratégicas para la esperada merienda de la tarde. En escandaloso revuelo, a empujones unos con otros, en minutos, limpio el cemento. Daban vueltas y algunos, los más atrevidos, se acercaban. Ella sonreía. Tenía el calor del sol, esa leve brisa que la acariciaba, el alboroto de estos pájaros atrevidos y aquel gato detenido en la puerta, incapaz de asustar a los amigos gorriones. Era feliz con su felicidad minúscula hecha en casa.

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