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Las penas ajenas

19 de abril de 2013

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Unos pesos nunca vienen mal y más cuando unos nietos antojadizos terminan el recorrido pedigüeño en ella. Además, le prestaba auxilio a una vecina, admirada por sus zurcidos invisibles y que alegre comprobaría en la camisa del marido y el pantalón de un hijo, que la visión le permanecía intacta. Era un buen ejemplo del equilibrio en la distribución de las penas y las alegrías que le tocan a cada uno por cabeza; aunque a decir verdad a ella en la existencia, le habían endilgado demasiadas lágrimas para esos mismos ojos. No permitió la tentación de pasar revista a los hechos luctuosos, le dio un vuelco al pensamiento y mentalmente cantó una melodía de moda en la juventud. Se sabía desafinada y por lo tanto, era incapaz de ofender los oídos de otros y mucho menos, los propios.
Así, abstraída en el estribillo silencioso de un chachachá, oyó el sonido del timbre telefónico. El equipo estaba a mano, al igual que la revista prestada y el costurero. Terminó la puntada y con un dulce “diga usted” contestó la llamada. Al reconocer la voz, la expresión del rostro le cambió. En el último mes, la amiga la había llamado, por lo menos dos veces al día. A cualquier hora, la voz quejumbrosa clamaba por ella. Si algún nieto adolescente, la nuera o el hijo respondían al timbre, sin ella pedírselos, la situaban en la bañadera, en la cama o frente al plato así fueran las diez de la noche o las siete de la mañana. Habían comprobado que después de las largas conversadas, ella quedaba como absorbida por una tromba marina, succionada por esa vampira desdentada.
En aquellas conversadas casi en monólogos dramáticos. La distante narraba en detalles minuciosos, los días anteriores a la muerte y los desencadenamientos funerarios hasta el final de todos los desaparecidos de su familia. Tal parecía que en el clan de la receptora, todos gozaban de la vida eterna terrenal. Después, pasaba a detallar los males de su avejentado cuerpo como si la “oidora” fuera una quinceañera sana y salva. Mas tarde, enumeraba las desgracias ocurridas en el territorio cercano. Por lo visto, su abierto concepto de la fatalidad desajustaba la cuantía de las desgracia. En el mismo nivel colocaba la rotura de la cadera en una anciana de noventa años, la suspensión en los exámenes de ingreso a la universidad de un joven y la espera por treinta minutos de un ómnibus cualquiera.
Hay días y días. En esta mañana de inicio de la primavera, la oyente había dejado su paciencia guardada en el bolsillo del viejo y usado ropón de dormir. Tenía que remendar las ropas de la vecina, terminar el potaje tan pronto la olla le avisara y conquistar unos minutos para leer la revista prestada. Además, frente a este sol alegre que la saludó desde temprano y esa brisa que aminoraba el calor, no podía entregarse a reservorio de penas ajenas ciertas o elaboradas, cuando ella llevaba las propias sin endilgárselas a nadie, inclusive a la familia.
Cortó la perorata en un tirón rápido Uniformado de palabras amables. Tomó el bastón compañero desde aquel accidente que la dejó sin una pierna y un compañero querido y se encaminó a la cocina. La campana de la olla avisaba que los frijoles la esperaban.

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