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Las palabras vuelan (II)

17 de julio de 2015

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carlos_ruiz_de_la_tejeraPalabra dicha. Viva. Palabra de un juglar que recita textos, cuenta historias, conversa, dice canciones, reflexiona, chacharea, goza. Portador de voz es Carlos Ruiz de la Tejera (si Paul Zumthor me permite usar su término). De formación sólida en Teatro Estudio, actor de Tomás Gutiérrez Alea, del cine, bululú, comediante en el Conjunto Nacional de Espectáculos, en mucho contador de historias y antecedente de lo que en Cuba es hoy la oralidad urbana de rostro más artístico que comunitario. Él asume una tradición antigua y generosa, de la que son también, en mucho, antecedente Eusebia Cosme y Luís Carbonell, especialmente él y sus recitales de cuentos, poemas, estampas, y música. Los dos maestros convergen en la apropiación de textos poéticos devolviéndole a estos el carácter oral y representacional que tuvieron en sus orígenes cuando eran géneros pragmáticos.
Luís a la escritura la torna partitura, Carlos la convierte en texto teatral. Los dos privilegian lo conversacional, lo más pegado al ritmo, a los tonos y las maneras de lo oral; pero cada uno desde estilos particularísimos, aún cuando el humor sea vaso comunicante entre ambos.
El cascabel se escucha en el aire. Pero por mucho que suene no deja de ser látigo. Generoso, delicado, pero látigo a fin de cuentas. Humor fino, discreto, gentil como pocos, él de Ruiz de la Tejera, costumbrista y a brochazos gruesos, el de Carbonell, elegante y adusto por demás. Parece fiesta de ángeles el de ambos.
Uno en este texto a ambos artistas porque creo firmemente que ellos, junto a la radio y sus denostadas radionovelas y sus respetados radioteatros -que nos devuelven el gozo de escuchar-, además del conversacionalismo, la tradición oratoria cubana, Nicolás Guillén, Emilio Ballagas, y los grandes etnólogos del país (desde Fernando Ortiz, Lidia Cabrera, Argelier León, hasta Rogelio Martínez Furé), La Hora del Cuento y Eliseo Diego, y los Narradores orales contemporáneos son los padres de la Nueva oralidad cubana, que no por ignorada dejar de ser real.
Volvamos a la Casa Carmen Montilla. Tatica, el trovador, y Ana Martín, la pianista, son los fieles compañeros de Don Carlos en esta aventura. El mucho andar hace que respondan a gestos mínimos, cariciosos, que se hacen entre ellos, y se nota, además, que todavía disfrutan actuando juntos. Bien se sabe que el gozador hace gozar. Ellos tres son la base, y después los invitados, que hacen lo suyo con amplitud y acogida, pero que nunca sucede, como saben ustedes que sucede, que muchos invitan a sus espacios a otros por escasez de bienes o para usarlos de imán. Aquí las cosas son de otro orden, Carlos tiene fuerza y atrae solo, pero es generoso y ofrece lo que a él le gusta, donándose y donando sus alegrías.
El sábado aquel, el que he estado nombrando en medio de la maraña de un decir casi a galope -para que no se me escape nada-, los invitados eran Corina Mestre y Augusto Blanca. Por razones de cercanía y de fuerza mayor no haré juicios sobre ellos, que además de conocidos e importantes para la cultura de este país, son mi mujer y un amigo querido. Los disfruté entregarse, volver sobre Lorca en colmo de pasión, emocionarse, los sentí cómodos, plenos y fue, en gran medida, que Carlos y su tropa habían preparado el terreno durante muchos años y no sólo en los minutos anteriores a la presentación de ellos. Las peñas son también sitio para cultivar la sensibilidad y el buen gusto, para afinar el espíritu.
Al final la gente se fue retirando, sin prisas, despacio. Música de las esferas. Carlos Ruiz volvió a inclinarse, a sonreír, a agradecer. Le pesan los años. Es increíble, un artista grande y sin embargo no ha perdido la capacidad de sorprenderse. Es que él ha sido también hecho por su peña, por su espacio, por los ritmos y las cadencias que él ha propuesto. Uno es hijo de su propia obra, uno es el resultado de su trabajo y no lo contrario.
De regreso a la plaza de San Francisco un vientecillo, como venido de la bahía, movía el agua de la fuente. Dos de los leones miraban como ella se perdía a su lado, mojando el empedrado. Agua inútil. Tenían deseos de gritar los pobrecitos, pero ya sabemos que no pueden. Esas fieras son mudas, las palabras vuelan. Más a los paseantes, a los que antes estaban en la Casa de Carmen Montilla, a los que acompañaban a La peña, parecía no importarles el sol, el viento, el agua o los leones. Para ellos sólo era verdad el cielo y la plaza, la enorme plaza que, como todas las de su especie, es representación y realidad.
Las cuatro esquinas de una plaza son las únicas, las reales, esquinas del mundo. Lo demás… es paisaje.

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