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Las palabras vuelan (I)

10 de julio de 2015

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0001085437.png (Small)La muerte de Carlos Ruiz de la Tejera nos sorprendió a todos. Su vitalidad no lo anunciaba. No encuentro mejor modo de celebrar su vida que proponiendo la relectura de un texto en el que, además de reseñar un espectáculo suyo, intento situarlo en el terreno de los artistas orales, sitio muy suyo, que, sin embargo, algunos le escamotean. Vayan pues estás palabras que en su vuelo apenas le rozan.
La Plaza de San Francisco arde. Lenguas rojas y azules parecen saltar de entre los adoquines. Vaho total. Los leones de la fuente sudan, miran con gusto al agua que resbala por los mármoles. No disimulan su deseo de poseerla. Eros contenido. Si al menos ella no los empapara, entonces podría ser tragada, asimilada, abroquelada por el espíritu de la piedra, entonces, dejarían de tener esas expresiones demasiado adustas, o mejor, dejarían de mostrar esos rostros donde el dolor se enseñorea. Agua quemada. Paraíso perdido.
Algunos dicen que tienen cara de rabia esos animales, podría ser. Rabia frente al destino. Quizás. Pero yo digo que a los leones de ese rectángulo les falta el don de la queja. No la que prostituye, sino la que libera. Ese grito que salta desde el hondón de la vida y como una cascada brinca, marca el aire. Levantar el puño, amenazar, poner la otra mejilla, increpar, cuestionar, ¿por qué?, ¿para qué?, chillar, lamentarse. Oh, bendita posibilidad la de ser libres en el acto de quejarnos, de rebelarnos contra la injusticia desde la voz y con ella. No digo palabra, verbo pronunciado, digo voz, gruñido apenas. Torrentera en libertad.
Alrededor de los felinos, están el agua y la fuente. Trinidad dolorosa. Por ahí se posan los niños, las palomas, y la estatua que recuerda a Fray Junípero. Trinidad gozosa. A un costado la Casa de Carmen Montilla lista para recibir, una vez más y en sus veinticinco años a La Peña de Carlos Ruiz de la Tejera, frente a ella pasa el Caballero de París, y a un costado encontramos la más bien enorme fila de los que quieren entrar. Trinidad gloriosa. Falta que comience el Verbo, el tiempo, su tiempo, todo él. La Luz. En la piedra y en la voz del actor unos versos de la Beata de Calcuta. Rasguño en la piedra.
La gente, poco a poco, va tomando lugar en la sala de la Casa, al fondo Mozart y los pavos reales. Sólo falta el Réquiem y los tambores batá. Buena custodia. Carlos Ruiz, se mueve como el que sirve, no como el señor que es. Ahora, por el peso de las palabras, anda doblado, ligeramente inclinado hacia adelante. Sonríe. Hace gestos breves con la mano, pero vuelve a meterse dentro de si, como quien tiene la obligación de llevar a pastar a todos los corderos de la tierra. Pastorea las palabras. Él sabe que son rebaño noble, pero que a veces se rebelan, se desordenan, se resisten al cayado o a la flauta. Reconocen la voz de su amo, pero sólo si este se ejercita, se solaza en verdes pastos.
Un pastor innoble, irresponsable o uno de esos que creen que tener grey propia es cosa para lucrar, es aquel que se echa como un can bajo cualquier sombra y deja que las palabras sean atacadas por lobos o vayan a parar a otros rebaños. No es el caso. A solas con las palabras, pasito a paso, anda el actor. Ellas le reconocen y lo siguen.
La sala está repleta. Nadie más entra. Por las ventanas, las “miradas callejeras”, las muy indiscretas. Por detrás el chorro de Sol. De pronto avanzan Carlos Ruiz y Tatica. Aplausos. Muchos. Carlos recto, como mástil, sonríe, y el otro canta. Cantan. Palabras dichas, palabras cantadas, palabras con alma.
Las peñas son cosa antigua en este país. Antes se llamaban tertulias y ellas también armaron la patria. Quizás la más famosa en el siglo XIX sea la de Domingo del Monte. Los delmontinos, por recónditos lugares y a su modo, contribuyeron a levantar un país, este, nuestro, que se hizo a si mismo, que se hace, como fundiendo en uno todos los puntos cardinales. Cuba destruyó la Rosa de los Vientos para hacerse a si misma. Aquí no hay norte, sur, este y oeste, sólo existe la ínsula como única dirección posible.
En la primera mitad del siglo XX vinieron los café de la generación del 50, las librerías y las imprentas donde se reunían los origenistas, Nuestro Tiempo, el Callejón de Hamel de los del filing, la casa de Lealtad y la de las Américas para la Nueva Trova, El Caimán Barbudo, la peña Entre amigos de Mariana Ramírez Corría, La Peña de los Juglares de Teresita Fernández y Francisco Garzón – quizás la más famosa de todas-, hasta llegar a la de Carlos Ruiz, inaugurada en el Museo Napoleónico, ahora con nuevo emplazamiento.
El cansancio, el afán viajero, el hastío, la novedad, la rutina, ¡que se yo! son los males de las tertulias, de las peñas. Ellas consumen toda la energía de quienes las hacen. Hace más de veinte años me funde una: La Peña del Brocal, en Camagüey. Y les confieso que es cosa quijotesca, o más bien, para ser exacto, cosa de Alonso Quijano al principio de la novela. ¡Loco de atar el que hace una peña! Molinos y gigantes, no molinos que aparentan ser gigantes. Los dos. Al unísono. La lucha es a muerte y, por demás, te mantean en todas las ventas hacia donde te encaminas, no te dejan espacio para velar tus armas y te propician todos los entuertos, mejor decir, te prohíben por decreto desfacerlos. La condición del que hace peñas es la del salmón. Condenado a la contracorriente. Carlos Ruiz y su equipo podrían seguramente colgar a la puerta un estandarte que sólo tenga la imagen de ese pez, retorcido en el aire, pero sonriendo. Pero los hondos dolores de esta tertulia de veinticinco años se deben calmar con el lleno total después de tanto tiempo.
Faltó decir que a veces las peñas se cierran por soledad y no por el deseo o la voluntad de sus hacedores. El público se cansa. Y ellas son cosa que viaja de boca a oreja. Si no hay dos no importará el deseo de permanecer ni la voluntad de hacerla con sábanas o sin sábanas, como los firmes amantes del poema de Mario Benedetti que escuchamos cantar esa tarde de sábado… porque no dije que era sábado, 31 de mayo. Válgame Dios haber olvidado ese detalle. Hay programadores – ¿desprograman?- que sostienen que en sábados y domingos la gente quiere “relajarse”, entonces ¿por qué vienen a pensar y a soñar si es fin de semana? ¿será acaso que la gente viene a ser arrullada por las palabras, sacudida, conmovida o que prefiere descansar en sus brazos? La Palabra como nana que despierta.

 

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