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Las marcas

31 de marzo de 2013

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Abuela

Otra vez, la mirada atenta en las manos. Desconocía sus dedos, sus manos. Sentía que eran cuerpos extraños que una malhadada bruja colocó en sus muñecas. Envidiosa de la blancura y suavidad , se las robó por medio de aquel accidente. Aquellos dedos ajenos podía moverlos como los suyos, pero eran feos, marcados por cicatrices y veteados por algunas manchas.
La joven desde el pasillo la observó. Ella también evocaba la magia. Desearía que un hada, la misma de aquellos cuentos narrados por esta abuela, la in visibilizara y pudiera salir de la casa sin las palabras amargas que le servirían de despedida. Desde la quemadura con la olla, todas las conversaciones giraban y caían en el mismo día. Narraba el accidente, las curas, la rehabilitación y terminaba con la misma frase. “Si esta muchachita no me hubiera apurado con lo del agua caliente, no me hubiera ocurrido”. La culpabilidad injusta la perseguía desde hacía años. Evitaba invitar a los compañeros de estudio y hasta algún compromiso serio con algún enamorado porque sospechaba que nadie resistiría el asedio de esta cara triste, la muestra de las manos y las palabras mas quemantes nacidas de un agua hirviendo, negada a enfriar por el paso de los años.
Con el propósito del silencio, pasó rápida por la butaca de la anciana. La mano en el picaporte y una vergüenza anidándole. Giró y la observó. Los ojos de la anciana agregaban una tristeza nueva. Sin dudas, notaba que ella la apartaba. Entre las dos, cruzó esa mirada con preguntas de un lado y sin respuestas del otro. La anciana, incapacitada de asimilar que la repetida expresión cansaba y lastimaba a la joven. La nieta, detenida por el viejo cariño, dudaba de exponerle las razones por la lástima sentida.
Una trenza de silencios tejida entre las dos. La muchacha sabía que solo ella podía zafarla en un tirón doloroso. Los rasponazos en las rodillas, la abuela los limpiaba con alcohol. Le ardía y lloraba. En verdad, así no se infestaban las heridas y ni marca le quedaría, le decía mientras le frotaba el algodón y desaparecía la suciedad. Se miró las rodillas redondas y rosadas. Regresó sobre sus pisadas y se sentó junto a la anciana.
Abandonó adjetivos conciliadores y en lenguaje directo expresó las molestias y descontentos producidos en ella por la perenne alusión a que por su culpa, sufriera ella el accidente. Agregó que los otros integrantes de la familia estaban cansados de sus lloros constantes por los dedos marcados y las manchas, cuando con el tiempo había logrado la movilidad de las articulaciones. Los vecinos, los visitantes nuevos escapaban de las conversaciones por la letanía cuando ella entraba al ruedo.
La joven calló, desasida de la necesidad de respuestas. Le tomó las manos a la abuela, las besó y marchó.
El alcohol de las palabras arrancó lágrimas a la anciana aunque el beso sirviera de bálsamo amortiguador. Movió los dedos marcados y toleró las manchas, venidas mas por la vejez que por el accidente.
Ilse Bulit

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