ribbon

Las fiestas de fin de año en Cuba

24 de diciembre de 2020

|

 

20201223_220819

 

En nuestra región, las festividades por fin de año están relacionadas con las costumbres de la religión cristiana traída por los conquistadores al Nuevo Mundo. Justo es decirlo, la connotación mayor entre nosotros, históricamente se ha concentrado en la espléndida cena familiar del día 24, la Nochebuena. Los preparativos para el gran día, impulsan una oleada de energía. Siempre ha sido la reunión familiar por excelencia. En esa fecha se olvidan rencores y asperezas, y juntos, tanto los que viven bajo un mismo techo, como otros familiares muy cercanos no convivientes, se juntan alrededor de la mesa para degustar una suculenta comida, constituida con la ostentación y posibilidades del bolsillo de cada cual. Una indagación realizada sobre la cocina camagüeyana, nos ilustra cómo era durante el siglo XIX, la cena de Nochebuena en todo el país. El menú era integrado, en primerísimo lugar, por lechón asado en púa, servido en platos improvisados de yagua o en fuentes, arroz con frijoles y arroz blanco, frijoles negros y ensalada. El casabe aparecía como guarnición obligatoria, yuca con mojo y plátanos fritos. Para los postres: dulces caseros, turrones españoles y chucherías como castañas o dátiles. Bebidas: vermut, vino tinto y vino dulce. Y para los niños: ponche y agualoja. Terminada la cena, muchos miembros de la familia se dirigían hacia la iglesia para asistir a la Misa de Gallo de medianoche. Al día siguiente, con menos esplendor, se aprovechaban los restos de la jornada anterior con platos como Montería o Ropa vieja.

Dicha rutina se mostraba muy parecida en la primera parte del siglo XX y a pesar de que la Nochebuena no perdía su impronta, el 25, la Navidad, fue adquiriendo una connotación ligeramente mayor. Ello nos sugería una lenta y sostenida transculturación consecuencia del ancho y amplio bagaje comercial y su relevancia familiar que acompaña esta celebración en los Estados Unidos. En este entramado se trataba de diluir –sin lograrlo- la pomposa cena de Nochebuena. Nos copaban las imágenes invernales con sus arbolitos y paisajes cubiertos de nieve. La leyenda lejana de un personaje bondadoso se nos convertía en el colorido Santa Claus, con su trineo tirado por renos y el saco mágico lleno con regalos para la medianoche de Navidad.

20201223_220712
Las antiguas celebraciones, que venían de prácticas religiosas, integraron elementos laicos para convertirse en festejos populares, que unían las procesiones y misas de alabanzas con parrandas, charangas, guateques y fiestas familiares. No pocas poblaciones del interior del país asumieron determinados festejos públicos coincidentes con la etapa. Los bailes se sucedían reiteradamente, juegos de azahar prohibidos en otros meses del año se admitían abiertamente por esos días y variadas competencias se hacían presente: peleas de gallos, rifas, carreras, juegos de habilidades con caballos, verbenas… Pueblos enteros -Charangas de Bejucal o Parrandas de Remedios como ejemplos evidentes- sumidos en competencias fraternales de barrios distintivos, no descansan en esos días para batallar en emulaciones de colorido e imaginación.
El tiempo largo pasó y el menú no fue ajeno a ello. Al lechón en púa se le unieron otras costumbres: emergió con cierta frecuencia el guanajo relleno, e incluso, hay quienes recuerdan celebraciones con pargos asados rellenos. El vino disminuyó drásticamente su presencia y comenzaron a enseñorearse la cerveza y el ron nacional. La agualoja y el ponche fueron sustituidos por refrescos naturales o embotellados. El 31 despedíamos el artrítico año viejo con una cena de ocasión y le dábamos la bienvenida al rechoncho y rozagante nuevo vástago, acontecimiento que familiarmente tenía un fugaz momento gastronómico culminante a las 12 de la noche cuando brindábamos con sidra española por la felicidad en el venidero, ritualmente nos comíamos 12 uvas importadas de Estados Unidos y tirábamos un cubo de agua hacia la calle para que con ella se fueran los malos efluvios. Culminada la ceremonia, a la cama. Esta fiesta era propia de sociedades de recreo, cabarets y cena especial en alguno que otro restaurante de alto vuelo.

La connotación del 31, en las últimas décadas escaló un nivel mayor. No es la reunión familiar por excelencia, pueden o no estar presentes los miembros de toda la familia y algunos se escapan y “esperan el año nuevo” en otros lugares. Se come un menú tradicional sobre las nueve o diez de la noche y todos se preparan para la gran expectativa: esperar las doce campanadas del viejo año que da inicio al nuevo. En ese momento se brinda –preferentemente, con algún vino espumoso- se reparten estruendosamente buenos deseos entre los presentes y no falta quien –siguiendo la añeja tradición- bote un cubo de agua hacia la calle.
Consecuentemente, pocos años después de enero de 1959, la Nochebuena siguió manifestándose de manera prioritaria, aunque inició un proceso de auto discreción para no insuflar su aspecto religioso, que antes tampoco había sido relevante. La incipiente connotación de la Navidad, el día 25, asociada más a las tradiciones norteñas que a las festividades vaticanas, se disipó totalmente. El fin de año se solapaba formalmente con las fiestas por el advenimiento del triunfo de la Revolución –recordar que éste se celebra el primero de enero- y la fiesta por excelencia de los niños –el 5 para el 6 de enero- daba un salto hasta el mes de julio, dejando a los Reyes Magos y sus camellos hibernando en algún desconocido lugar.
Para el momento actual, la Nochebuena ha recuperado su impronta histórica y aunque oficialmente la Navidad se ha instituido como fecha no laborable, su efecto no sobrepasa esta connotación. El 31 mantiene su relevancia como fecha tope del año y su consecuente celebración, aunque en los hogares propiamente, no va mucho más allá de la espera del año nuevo a las doce de la noche.

Galería de Imágenes

Comentarios