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Las amarguras ajenas

14 de junio de 2013

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Estaba amoldado, palabra preferible a la de amaestrado, dicha en broma por un nieto. Si las piernas amoratadas de la mujer revelaban mejor que las palabras la enfermedad, lo mas que podía hacer era reemplazarla en el recorrido por puestos y carretillas. Después del insustituible café, tomó la jaba y esperó el mandato del día. Al principio, le costó trabajo. Mas difícil que la matemática que enseñó durante años, era discernir entre si una fruta bomba estaba madura al natural o violentada por una química despiadada. La mujer era paciente. Solo en el rostro reflejaba los errores causados por su desconocimiento de la frescura obligada del quimbombó y el zumo rico del limón criollo. Ella le brindó los secretos heredados por la alcurnia de ser mujer y poco a poco, en la práctica se entrenó. Este viaje mañanero tenía sus ventajas. Obligaba al intercambio con los demás. Afianzaba las viejas amistades acumuladas en el barrio y tejía nuevas.

Ese día bajó las empinadas escaleras a la hora de siempre y con las órdenes repetidas en lucha contra el olvido “alzhaimero”, encaminó los pasos hacia los posibles puntos de venta. En el camino, lo asaltaron las amistades y los conocidos. Después del saludo ritual, desenrollaron dolores y tristezas de propiedad personal. Era un anciano educado y amable y en los ejemplos que pudo, dio consuelo y supuestos caminos de soluciones. El recorrido se le hizo mas lento y al parecer, la mente impuesta de tantas complicaciones ajenas, estaba incapacitada para elegir el mejor de los mangos expuestos en la carretilla. Estaba atormentado. Regresó  al hogar con una compra mediocre y la contra gratuita de los problemas de los otros.

La esposa se mordió la lengua ante los mangos verdosos y la malanga engordada de peso por el baño de agua. ¿Perdía el anciano la chispa frente a los mostradores?. ¿Le renacían las cataratas?. Pronto encontró la respuesta porque el anciano descargó en ella el peso que a su vez, le descargaron a el, los amigos y conocidos saludados en la calle.

Artrosis en brazos impiden la higiene, colesterol altísimo obliga la dieta, dolores de muela y miedo al odontólogo, casa en venta sin vender, pila de agua en salidero profuso, nieto respondón e irrespetuoso y…

¡Ya, por favor!. El grito de la anciana paralizó el traslado de las calamidades a ella. Comprendía el porqué de los mangos verdosos y las malangas de peso falseado. Lo que no entendía era como aquel buen hombre se dejó amargar la luminosa mañana con el canto de los quejosos. Porque el no podía lavarle la espalda al artrítico, ni hacer la dieta por el saciado de grasa, ni extraerse una muela en nombre del adolorido, ni comprar la casa que estaba en venta, ni era fontanero ni vendía llaves de agua, ni había malcriado a aquel nieto respondón.

La anciana lo convidó a librarse de las amarguras de aquellos desnudos de conformidad y esperanzas, incapaces de generar soluciones o alternativas. Solo en su vejez, podía regalar ideas, abrir, tal vez, un camino; porque cada uno tiene que resolver los entuertos que se ha provocado o que otros le han provocado.

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