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La tormenta que perdonó a La Habana

12 de noviembre de 2020

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unnamedEn su inocente orgullo de habanero legítimo, nacido en maternidad obrera, bautizado en la iglesia de Reina y dueño un Día de Reyes de una bicicleta Niágara, se alegraba de que la última tormenta perdonara a su Habana. Su casa, la de siempre, alejada del Malecón y revitalizada por los hijos, ni se dio cuenta de las lluvias ni tan siquiera de un intento de ráfaga, en anuncio de un mal tiempo. Ni siquiera sucumbió a apoltronarse frente al televisor de la sala junto la vieja y la hija. El bisnieto al igual que el gato bandolero lo pasaron, si es que algo pasó por la ciudad, en casas ajenas. Él se encerró en la habitación con el fin de leer el libro prestado. Avisó, por supuesto, que lo alertaran de algún peligro atmosférico y de alguna merienda fuera de hora.
No terminó de leer ni el primer párrafo. La malcriada mente le jugó una trastada y le plantó los recuerdos de pasadas tormentas o huracanes. Pero la inquietud cerebral puso un orden consecutivo. Sonrió. Se vio pequeño, alborotado por cosas que pasaban en la casa y que lo asustaron un poco al principio. El padre con otros hombres del barrio, ponía tablas en las ventanas. La madre no salía de la cocina y la abuela tenía en la mano aquel collar de bolitas que después supo que era un rosario. A él lo sentaron junto a la hermana. Después el padre se fue con los hombres para otras casas a hacer lo mismo porque sentía el ruido de los martillos y los vio encaramados en un techo. A él y a la hermana los dejaron en el cuarto de la abuela y la pasaron muy bien porque la madre entraba con galletas y pedazos de chocolate y solo sentían el ruido del agua y del viento.
Otra imagen lo sacudió. Andaba él por el quinto grado y ya sabía lo que era un ciclón, así se le decía entonces a los huracanes que todavía no tenían categorías. Aunque la madre se interpuso, el padre lo dejó acompañarlo a auxiliar a los vecinos de casas no tan fuertes como la de ellos. Sintió orgullo al recordar cómo ayudó a las mujeres a encaramar en los altos escaparates las cosas de valor. Por la noche el viento sopló fuerte y la lluvia fue tanta que provocó una gotera que el padre después remedió. Peor la pasaron la gente que vivían en la parte vieja del barrio donde todavía las casas eran de madera.
Cerró el libro. Aquellos recuerdos le removieron la conciencia. Su Habana, su querida Habana, libre esta vez de las maldades de la justiciera naturaleza. En otros lugares, el viento y la lluvia arreciaban. La gente estaban guarecidas, pero sus trapos, sus muebles, hasta los techos sufrirían. Y que decir de las cosechas, la siembra de frío en proceso. La mesa después se quejaría de esos faltantes, verdaderos faltantes. Y volvió a ver las casitas de madera en el ciclón de su infancia de quinto grado escolar de escuela paga, las que aquella vez no resistieron los vientos y las más dichosas, perdieron solo los techos. Allí están ahora los edificios que afearon al barrio pero que protegen a los habaneros, tan habaneros como él. Y tan cubanos como los que ahora tienen el pellejo protegido y están pensando si sus techos resistirán el temporal.

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