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La tierra roja

9 de agosto de 2013

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Aquella casa se hizo a buchitos de café. Poco a poco, como hacen los zunzunes el nido, no como las gallinas locas, las primerizas que en un montón de hojas ponen el huevo. Piso de tierra, cubierta de palma renovada en fiestones de ron y que a ella, junto a las otras chiquillas, le tocaban los chicharrones porque a los varones si les daban los traguitos para que se hicieran hombre a paso rápido para que acompañaran a los padres al surco. Vio echar el piso y las tejas cuando todos ya sabían leer y todos tenían zapatos. Y la vio cambiar la madera fresca de las paredes por los ladrillos encerrones como la puerta principal que ya se cerraba hasta con llave y no se dejaba abierta de par en par.
Nunca se casó, pero sí tuvo un novio algo prieto y mirado de reojo por los hermanos. Decían que tenía de jamaicano y era muy fino y atento. A escondidas un día, le tomó la mano, la besó. El único beso de hombre. No volvió. Sería por esa pierna más corta de ella o porque a nadie le gusta que le echen miradas de arriba abajo y lo saluden con gruñidos de perro.
Le gustó criar sobrinos crecidos demorados como las semillasde los aguacates porque ya no tenían que irse a los surcos junto a los padres. Iban a la escuela del pueblo y a otras de ciudad que se los devolvieron a buches y desempercudidos. Los brutos, así les decían los desempercudidos, no se desperdigaron. Se quedaron enfangados de tierra roja. Esa tierra roja que en la lavadora que lava, exprime, seca y por poquito tiende, no es vencida. Al principio pensó que se quedaban porque les gustaba dominar la tierra roja y hacerla parir malangas gordas porque a ella también le gustaba dominarla en las herviduras de lejía. Y al final estos brutos fueron los más vivos porque si no tenían en las paredes de las casas recién hechas esos cuadritos con diplomas, manejaban dinero, hijo de las malangas gordas y los inteligentes venían a menudo, abiertas las manos suaves, a ver qué les caía.
Sentada en el portal iluminado por esos bombillos raros porque la nueva planta daba para cualquier antojo y separada hasta de la lavadora mágica, le sobraba el tiempo para pensar. Adentro, la electricidad había cambiado los entretenimientos nocturnos de los sobrinos nietos. Los pequeños porque a los otros, los grandes, la ciudad hasta se les hacía chiquita y tenían sueños de continentes. Los pensamientos la amargaban. De los sobrinos no tenía queja. Al revés, la presentaban con orgullo a los nuevos amigos llegados por el camino nuevo en carros de colores más rojos que la tierra roja. Hablaban palabras de números y precios. La malanga y las otras viandas y frutos cosechados en la tierra roja olvidada de los bueyes y pisoteada por el tractor, habían perdido la belleza originaria y solo representaban montoncitos de papeles que cualquier huracán fiero los enterraría en la tierra roja. A ella, la enterrarían pronto los años en la tierra roja porque todavía por allí, no quemaban a los muertos.

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