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La R de la reconciliación

26 de marzo de 2016

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img_como_disfrazarse_de_abuela_29855_origSi bien los ojos le fallaban y confundía el pote de la sal con el del azúcar, los oídos alcanzaban sonidos bajos y como los adolescentes tendían a subir las voces, desde su rincón favorito en la terraza, los conocía más por los tonos que por las figuras en que todos se les parecían. Se reunían en las tardes para estudiar y los fines de semana disfrutaban juntos en diversiones acordes con la edad. Eran muchachos bien educados, de esos que saludan correctamente y si se equivocaban en una ecuación, no gritaban una palabra obscena, que así ella las llamaba y por nada del mundo las aceptó en esta casa ni de sus hijos, sus nietos y menos de esta bisnieta única y por tanto, preferida.
Cercano el pase al Pre, cuando la chiquilla en acción independiente de estos tiempos, le informó que fulanito era su novio, a esta bisabuela moderna no la sorprendió. A sus atentos oídos, ese nombre había llegado en matices amorosos en esas tardes de estudios y conversaciones. Y lo pronunciaba esta decidida adolescente que sabía de cuestiones eróticas más que las supuestas por ella hasta la noche de bodas, aunque creía, en estos días la seguridad no existe, que en la práctica, no las ejercía todavía.
Después de cerrar los libros y marchar los otros, el inaugurado novio se acercó a la bisabuela. En voz baja y con los sinceros ojos fijos en los neblinosos de la anciana, le comunicó que su bisabuela Menganita le enviaba saludos cariñosos. Al escuchar el nombre, un revolico de imágenes inundó a la aludida. Así que este novio de la niña descendía de aquella mujer grosera llegada al barrio sabe Dios de qué parte, la que se colaba en las colas, la que gritaba barbaridades y que en una ocasión al requerirla ella en buena forma, le estampó un galletazo y si no intervienen las vecinas, aquella zafia la golpea más. Y la anciana, acariciaba su mejilla en pura repetición del dolor. Y sintió todas las erres de la ira: rabia, rencor, resentimiento.
El corazón le apuró los latidos. Adelantaba un arcaico juramento interno. Aquel muchacho tendría que pasar sobre su cadáver para regresar a este hogar. Su modificada expresión, asustó a los adolescentes. Se acercaron.
Los ojos cansados leyeron en las caras juveniles, la preocupación nacida del cariño y el respeto. Eran rostros lozanos, adornados de sueños pendientes.
Aquella mujer agresora tendía la mano. La experiencia de los años detuvo las palabras destructoras. No, no podía. Era incapaz de tronchar aquellos sueños que no le pertenecían por sucesos tan distantes. Sabía que no los olvidaría. Sería imposible olvidarlos. Siempre estaría pendiente de la felicidad de la bisnieta, que nadie la humillara, que nadie la tiranizara. Pronunció en su mente la gigantesca P del perdón, la P hermana de la R de la reconciliación.
Con la sonrisa de la esperanza acogió a los muchachos.

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