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La pérdida del mando

22 de diciembre de 2018

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2016011801030180548704c174428d996f7d2ea95cf8e8La claridad entraba por la ventana. La despertó. Rezongó una crítica contra el sol por aquel atrevimiento. Permanecería unos minutos más acostada. Hacia las dos había despertado y después del regreso del baño, cerca de media hora despierta. En su personal cálculo del tiempo, lo calificó de desvelo. El hambre la despabiló por completo. Las malcriadeces de la hija no le permitían comer fuerte por la noche. Aquel vaso de leche caliente y el bocadito no la saciaban. Se movió lentamente. El calor de la cama la invitaba, pero el pensamiento puesto en las tostadas con mantequilla, la hizo avivar las piernas.
En dirección al baño, encontró al hijo menor con la carga de libros acostumbrada. Era profesor. Llegaría tarde al trabajo y recordó las sacudidas dadas a sus hombros para despertarlo en la infancia. Para evitarle preocupaciones, él le comunicó que ese día tenía un turno más tarde. Calló la pregunta del “cómo había amanecido” pues sabía que ella no la necesitaba. Tomándolo por el brazo y con cara compungida comenzó el relato de la noche anterior parecido al de todas las noches anteriores. Una noche en vela. Le dolían todos los huesos. Con originalidad, montó un agregado. También le dolía la cabeza. Con una sonrisa benevolente, él le dio dos palmaditas en el hombro y marchó.
Quedó en medio del pasillo. “No me hizo caso”, y se miró las manos vacías de mando. Una lágrima retenida porque el olor de las tostadas le hizo colocar en pausa esas cavilaciones.
En la cocina, antes de los “buenos días” rituales a su hija menor, repitió los males de la noche anterior, agregando más adjetivos destructivos. Con tantos síntomas acorralándola, la hija indagó por lo que deseaba desayunar. Recibió una respuesta rápida en un tono casi alegre. Solicitó el desayuno habitual: Café, jugo, café con leche y tostadas con mantequilla.
Después del engullir goloso solo interrumpido entre bocado y bocado para repetir sus posibles enfermedades, evaluadas por ella, pidió a la hija que en el televisor de su dormitorio le preparara las telenovelas seguidas. Esta hija poseía la paciencia de un científico rastreador de un descubrimiento. Con voz dulce y palabras respetuosas, nuevamente la embulló a incorporarse a los ejercicios practicados por algunas de sus antiguas amigas o, por lo menos, marchar al parque cercano a tomar el sol y en última posibilidad, sentarse en la terraza y escapar de las cuatro paredes del dormitorio y del rectángulo del televisor. El sollozo, imitación de sollozo de telenovela colombiana, trastocó las palabras. La hija las tradujo perfectamente. Repetía lo repetido. No contaba con fuerzas físicas ni espirituales para dar un paso fuera de la casa, ni siquiera del dormitorio. La hija calculó que, por lo menos, la ida al baño, a la cocina y el comedor, la hacían caminar unos pasos. Ni ella ni el hermano, ni el geriatra, ni el psicólogo encontraban métodos para extraerla de la retahíla de enfermedades inventadas y del encierro casero.
Acomodada en la butaca, ida de la realidad, ojos en la pantalla. Primero pensó que aquella frialdad sentida, se la trasladaba la sufrida protagonista del drama televisivo. Y que la respiración entrecortada, el dolor en el pecho, también le pertenecían.
Extrañada, la hija miró el reloj de la cocina. Las once y la madre no reclamaba la merienda. Sonrió. Por lo menos, todavía no había caído en las exigencias comestibles del fin de año.

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