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La palabra olvidada

17 de mayo de 2014

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AncianoDentro de dos horas se celebraría la reunión. La reunión mensual programada mes tras mes para calibrar al ritmo en que marchaban las investigaciones del centro. Para él, un director experimentado, conocedor de sus funciones y las de los subordinados, actualizado en la marcha de las ciencias y seguidor diario del quehacer tanto de los especialistas como de los auxiliares de servicio, constituía una rutina obligada. Sabía de antemano lo que dirían todos, los tropiezos encontrados, las posibles soluciones, la senda por donde transitar en sus andares rectos y la de evadir los peligrosos vericuetos. Nuevamente este mes, la inquietud lo envolvía. Leía y releía los informes. En la mente repetía las frases que emitiría pues su contacto directo con el personal en que sabía ser esponja, aceptar las felices conclusiones del otro y sin muestra de autosuficiencia, convencerlo de la potencia de las propias, le permitía prepararse por anticipado y evitar las sorpresas.
En los últimos días y la compañera de los años lo había notado, cierta lentitud en el hablar indicaba que la coordinación de las palabras se resentía. Para cualquier adulto mayor pasado de los setentas, quedar con la mano extendida en la mesa del comedor e interrumpida la frase “pásame la…” no constituía preocupación grave. Eran los normales estropicios del tiempo. Para él, al mando de una tropa de científicos de inteligencia comprobada y en donde cada año aumentaba la incorporación de jóvenes, propiciaba el nacimiento de temores. El temor de perder el prestigio elaborado en tantos años de sacrificio por un vacío mental, un enredo en la explicación de un concepto, o un error tonto en una solución. No estaba aferrado al puesto directriz. Sabía que su etapa productiva se acercaba al final. Le preocupaba terminar en un declive de capacidades, advertidas por los demás e ignoradas consciente o inconscientemente por él. Así de fatuo es el ser humano. Y recordaba aquellas novelas de conclusión dudosa después del desarrollo perfecto de la trama y que tanto desprecio le habían provocado hacia un escritor afamado. ¿Estaría ya en las puertas de la decadencia?
La reunión marchaba dentro de los cánones establecidos. Cada grupo destapaba ante los otros, el proceso de las investigaciones diversas. Cocinadas estaban las soluciones y solo se buscaba el asentimiento de los demás o una idea trascendental, de las señaladas en el rango de las genialidades. Dado el silencio aprobatorio en un caso, él trazaba las conclusiones cuando un término significativo, usual en esa especialidad, se le escapó de la mente y quedó paralizado. Por respeto al director, nadie osó a emitir el vocablo. Un corazón de más de setenta años latió mas aprisa mientras el dueño recorría los rostros. No observó burlas escondidas, ni risitas apagadas, ni miradas intercambiadas entre los asistentes. En lugar cercano a él, uno de los más jóvenes, podía ser su nieto, en silencio pero articulando la palabra con movimiento exagerado de los labios, se la regaló. Él aceptó el regalo, la pronunció y la reunión continuó. Al final, el experimentado director y el recién egresado de la universidad, intercambiaron una sonrisa cómplice.

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