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La noche que cené con Frank Fernández en Madrid

25 de marzo de 2021

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Por estos días no es raro escuchar alguna mención sobre el cumpleaños 77 de Frank Fernández. De palabra fácil y amena nos ha relatado por cuanto medio de comunicación existe sus vivencias, argumentadas con una no muy común pasión agradecida por los receptores.

Frank es músico, un pianista excepcional. No solo porque lo afirmen expertos en el tema, que ya es bastante. Para la valoración de su obra autoral o interpretativa, los cubanos simples empleamos de manera intuitiva la regla infalible exteriorizada por el imborrable Canciller Raúl Roa, hombre sencillo y de amplia cultura, cuando expresó que ante cualquier obra de arte él podía tener una de dos opciones: me gusta o no me gusta. Estoy totalmente convencido; en gran mayoría nos inclinamos decididamente por la primera elección.

Hecha esta introducción al vuelo, voy al tema. El hecho tuvo lugar ya hace muchos años y algunos detalles se me esconden en la bruma del tiempo. Sería una tarde noche de un día veraniego a mediados de los ochenta en la ciudad de Madrid. El escenario, un sencillo local de algún establecimiento de comida rápida normalizada internacionalmente, con los que “la modernidad” adorna cualquier pueblo o ciudad allende la mar.

Llegamos por lugares distintos y de diferentes tareas propias de la especialidad individual que nos había llevado hasta la capital de España. El lugar era apropiado a los recursos financieros dispensados por la dieta asignada para los días de estancia. Cada uno debía pagar su consumo, a la americana. Aunque no puedo afirmarlo, probablemente la dieta de Cultura, la de Frank, fuera ligeramente superior, pero no para darse lujos en restaurantes. Además, los cubanos “en misión” teníamos encargos familiares o necesidades de índole variado solamente concretados a partir de una organización casi perfecta de los gastos. Por ello, nos correspondía un “paradito” con su consabida hamburguesa o perro caliente, algún refresco y quizás un pastelillo.

Cada cual escogió lo suyo en la barra del dependiente y nos aproximamos casi al unísono a la mesa circular de un solo pie. Sin decir palabra engullíamos la ración y ni siquiera levantamos la cabeza. En todo el proceso de devorar la seriada hechura permanecimos en silencio. A mí poco me faltó para romper el encanto. Teníamos cosas que decirnos y comentar, pero la avidez fue más fuerte y no cambiaría el emparedado por la cháchara.

Frank es algo menor que yo, pero estoy seguro que compartimos el culto a ciertos lugares de nuestro Oriente indómito: Mayarí u Holguín y sus sitios cercanos. Quería hablarle de mis amigos mayariceros, allá por los años de estudiante, de la impronta familiar que comportó su tierra en la época oscura de la tiranía batistiana, de que fui vecino del inmenso mayaricero Demetrio Presilla cuando me tocó recién graduado poner mi granito de arena en Nicaro. Decirle que me maravillé con el Bitirí, los Pinares o que la calle Leyte Vidal la percibía en el imaginario como una extensión de Macondo. Que, adolescente aún, escribí con unos amigos una cosa que llamamos canción y que el día que Juanito Márquez en su casa de la calle Aguiar en Holguín nos la transcribió al pentagrama, nos mostró un tema que acababa de componer, “Alma con Alma”, desconocido todavía y que Frank considera como un himno para la ciudad de la Loma de la Cruz o de Periquera, sorpresivamente convertida en “la ciudad de los parques.”

Pero la gula fue más fuerte que todo el inacabable menú de intenciones, y a la larga me quedé con las ganas de contarle todo eso y poder luego decir sin mentir: “Conozco personalmente a Frank Fernández”.

Concluida la degustación, Frank hizo un ligero gesto que podría interpretarse como “que le aproveche”, y se retiró por la misma puerta por donde había entrado, pensando tal vez en el “gallego” con el cual había compartido la cena, quien sin decir palabra tragaba con desespero el manjar popular. Así, cuarenta años después, develo el secreto como un peculiar homenaje a este cubano que admiro, rememorando las palabras que pugnaban por salir, truncas en mi boca por culpa de la hamburguesa que me la hacía agua.

Seguramente, una oportunidad igual, digo, en España, no se producirá, pero el hecho real se consumó como lo he contado. Reitero, ciertamente, sin faltar a la verdad: una noche cené con Frank Fernández en Madrid.

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