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La nieta del otro lado

24 de abril de 2021

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1551973589_712179_1551979245_noticia_normalEl agua hirviendo en el jarro y las hojas de tilo en espera de ser depositadas en él. Así cumpliría su misión prescrita por generaciones anteriores. El tilo alivia la pasión de ánimo. Ese era el romántico nombre dado para el estrés que por aquel entonces, solo tenían derecho a sufrir las mujeres. No era de hombres padecer pasión de ánimo. Al fin las hojas cayeron en el agua y agradecieron las palabras del anciano. Él aconsejaba a su amada. Podía hacerlo, juntos compartían la necesidad de una taza de infusión. Tan encerrados estaban en la tristeza que no sentían los cuchicheos de los dos nietos que, detenidos en la puerta de la cocina, los observaban.
El nieto mayor hablaba. El menor lo escuchaba con atención. Se adaptó desde la primera caída de parvulito a que este sería su guía y cuidador. Los dos años de diferencia, los tres centímetros superiores de estatura y en especial, la entrada en la Universidad le daban el derecho aceptado por él. Era un buen hermano y además él lo reafirmó desde aquella caída de la bicicleta cuando asumió toda la culpa aunque él había tomado la bici sin su permiso. Y últimamente lo alistaba más para el éxito en las cuestiones del sexo Y se consagró como su guía mayor cuando le dijo que siempre tenía preservativos a mano.
El hermano tenía razón. Los abuelos estaban tan tristes porque la familia no vendría este año. Sobre todo la abuela, porque no vendría la bostoniana. Adoraba a la bostoniana, no porque fuera bostoniana sino porque era hembra y ella quiso siempre tener una hija hembra y le nació el tío primero y después nuestro padre. Y era linda la prima y hablaba un inglés de esos filmes viejos que alquilan los abuelos.
El hermano mayor continuaba hablando. Ese era su defecto a veces. Se tragaba los libros en un día. Y tenía un vocabulario que servía para las buenas notas y enamorar a las muchachas. Hacía una lista de las causas de la tristeza en los ancianos. Ya se repetía. Y él, montado en la imaginación, se alejaba de tanta palabra. Era un maestro en poner la cara conveniente de escucha atento y estar en otra cosa. Y estaba en la búsqueda de una solución para quitarles a los abuelos esa cara tan amargada y hacerlos reír.
Abandonó al hermano y a sus palabras. Salió al jardín. Llamó a la mascota familiar, un anciano pastor mastodonte. Le revisó las patas, estaban limpias de tierra. A su edad, el juego de escarbar ya no le interesaba. Apeló a su memoria perruna, le dio la orden y recordaron juntos las maldades de la infancia. Entraron corriendo a la casa y entre ladridos y gritos la recorrieron.
Los abuelos salieron a contener la invasión que ya correteaba por el patio. El hermano mayor comprendió la estratagema del menor. Entre regaños, después convertidos en risas, olvidarían los abuelos las penas. Este hermano menor lo asombraba. Convertía siempre la palabra en acción.

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