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La nieta cambiada

23 de mayo de 2013

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Al abuelo nunca le agradó este esposo de la nieta. En el primer año de la universidad iniciaron un noviazgo serio culminado en boda en los días de la graduación. Era respetuoso, sabía comportarse en familia y ganó la simpatía del clan porque era especialista en hacerse querer. Reconocía que si no hubiera sido por su ayuda en los estudios, quizás el título de la muchacha estaría todavía en las nubes. Desde el principio, el novio descolló en la categoría de los lumbreras. Y también sobresalió en ardides sutiles para demostrar esa inteligencia ante los demás. Presumía de sus amplios conocimientos en la profesión y en todos los ángulos de la vida. A esta “cualidad” unía la de estar presente y junto a quienes manejaban los ascensos posibles en la categoría social. El anciano, por intuición natural y por sus largos años al frente de hombres y mujeres en una fábrica destacada, supuso lo que vendría después. Gracias a los indudables conocimientos y a las otras mañas, apenas con dos años de graduado, marchó al extranjero con un contrato y le llevó a la nieta.
Estaban en el primer retorno. El era la viva estampa del triunfador, la publicitada en filmes, telenovelas y series extranjeras. Y la estilizada esposa, elegante en sus ademanes lentos, el modelo de pareja del primero, ubicada en calidad de acompañante, resguardo de los intereses y promotora de las relaciones interpersonales con aquellos situados en el mismo rango o en escalones superiores.
Colmaron la casa de regalos y narraciones de los éxitos, donde el triunfador siempre era el protagonista y la nieta, el espejo reproductor, ampliador de los detalles. La familia, absorta, en estado de embrujamiento escuchaba. Y aceptaron como lo más natural, que al tercer día el matrimonio decidiera hospedarse en un apartamento alquilado más confortable. Ni chistaron y solo al abuelo se le ocurrió insinuar todos los trabajos y gastos pasados en la preparación del dormitorio destinado a ellos y en la obtención de la selecta lista de frutas y vegetales que consumirían en aras de la salud perfecta. La respuesta del triunfal triunfador fue entregarle un billete de tres ceros a la abuela en pago de los servicios prestados. Los visitantes estaban incapacitados para aquilatar que por encima del gasto cierto, bullían los esfuerzos de los preparativos y la ensoñación vivida por hacerlos felices a ellos, a quienes en su nido distante no les faltaba el alpiste de oro.
Cargaron con todos para la playa, menos con el abuelo. Este alegó el cuidado del perro y de la casa. En el patio trasero, ese mismo patio de los juegos de la nieta niña con un cachorro regalado por el, el anciano conversaba con su mascota actual, tan sato como aquel sato y que a la nieta mujer le recordó hablar de su perro de raza de nombre impronunciable, dejado en una guardería de mascotas. “Dicen, Canelo, que en sus planes todavía no entran los niños. Me alegro, así no conoceré a esos bisnietos hechos a la imagen y semejanza de ellos. Lo mejor de la vida, Canelo, es que existe la muerte”.

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