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La música y los compositores cubanos (I)

5 de septiembre de 2014

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Hubert

Hubert de Blanck

Así tituló el crítico y musicógrafo español Antonio Quevedo a un ensayo publicado el 15 de septiembre de 1957 en una edición especial del “Diario de la Marina”, con motivo de cumplirse entonces 125 años de la fundación de tal rotativo habanero. Dada la importancia de varios aspectos que se abordan en tal trabajo, a partir de hoy lo incluiremos en nuestra sección, fragmentadamente, pues en él se abordan aspectos de interés para investigadores de la música criolla.

 

Este ensayo sobre la música cubana, durante la primera mitad de este siglo, por su limitación y destino periodístico, no puede tener otro enfoque que el de un largo artículo de redacción. Lo iniciamos a la muerte de Ignacio Cervantes, continuando con las botas de siete leguas, con los compositores cuyas actividades se desarrollan durante esta época, teniendo que limitarnos a los más representativos.
Al nacer el siglo, Ignacio Cervantes cumplía 51 años de edad. Había vivido su juventud en París, introducido en los mejores círculos, conociendo a las celebridades que en América se veían lejanas como astros: Saint-Saens, Liszt, Rossini… Con su muerte, en 1905, se disipa una época tocada de sentimentalismo, las nubes rosas y los títulos a lo Saumell de sus danzas cubanas para piano, que son clásicas por su forma, cubanas por su ritmo y sabor. Harán falta cincuenta años para que otro compositor cubano funda en nuevo crisol el mismo espíritu y parecidas melodías: Carlo Borbolla.
En 1901 se funda en La Habana la revista “Cuba Musical”. Su director, Hubert de Blanck, es un holandés no precisamente “errante”, sino bien instalado en La Habana desde 1883, partícipe en las luchas por la independencia, que en 1885 fundó el primer conservatorio de música, lo que lo hace acreedor al título de Patriarca de la Pedagogía Musical de Cuba. Este centro ha sido el vivero de la mayoría de los músicos cubanos de la generación de 1900. A su muerte, en 1932, le sucede en la dirección del conservatorio su viuda, Pilar Martín de Blanck, y cuando, en 1955, fallece esta gran pianista, la hija de ambos, Olga de Blanck, con la colaboración prestigiosa de la compositora Gisela Hernández, toma las riendas de un centro educativo de primer orden.
La fundación de la Banda Municipal de Música de La Habana data de 1899, y debe a su director Guillermo M. Tomás (1868-1933) una labor pionera que abre para Cuba el horizonte de la música moderna, totalmente desconocida hasta entonces, salvo grupos minoritarios.
El maestro Tomás, además de compositor y musicógrafo, fue un promotor de la cultura musical de Cuba, dando a conocer con su magnífica Banda obras de todas las épocas, desde las de Purcell, Rameau y los corales de J. S. Bach, hasta los poemas sinfónicos de Strauss, que eran la culminación de la música moderna en los años de apogeo de la Banda.
Las actividades de conciertos tardarán algunos años en tomar gran vuelo. Descontamos — por estar fuera de este ensayo— las temporadas de ópera que desde el siglo XVIII han tenido en Cuba gran relevancia, y que al presente ha resucitado Pro Arte Musical.
José White (1836-1918) se destacó como virtuoso del violín. Para este instrumento ha dejado su célebre “Bella cubana” y una colección de “Estudios para violín que merecieron el “placet” del Conservatorio de París. A White se le comparó en su época con Joachim y con Sarasate. Fue uno de los primeros directores de orquesta que dieron a conocer en América las sinfonías de Beethoven, y durante 20 años actuó como director de música de la Corte brasileña de don Pedro II.
José Manuel (Lico) Jiménez, nacido en 1855, despliega en su patria una labor incomparablemente exigua, si se compara con la que realizó en Alemania, en donde vivió casi toda su vida. Primer premio de piano de los conservatorios de Leipzig y de París, suscitó admiración incluso de Wagner y Liszt. Fue un verdadero virtuoso, y dejó como compositor, entre otras, una “Elegía”, “Rapsodia cubana” y obras para canto y piano. Murió en Hamburgo en 1917, dejando hijos de ascendencia alemana, que aún viven en dicha ciudad.
El compositor romántico por excelencia de esta época es Eduardo Sánchez de Fuentes. Pertenece a una generación desbordada en lirismo, y su producción es tan extensa que tendremos que citar sólo algunos títulos. Se inicia con “Yumurí” en 1898, y continúa con “El Náufrago”, en 1900. “Dolorosa”, que es una de sus mejores óperas, se estrena en el teatro Tacón, de La Habana, en 1910, y enseguida salta a Italia. “Doreya”, su ópera favorita, se estrenó en La Habana en 1918; “El caminante”, en 1921. El poema sinfónico-coral “Anacaona” se estrenó con motivo de la inauguración del Auditórium, de Pro Arte Musical. El maestro estaba convencido de la supervivencia de cantos siboneyes en el folklore cubano, y atribuía al areito cubano, publicado por Bachiller y Morales en su libro “Cuba primitiva”, una autenticidad irrefutable. Estaba en un error flagrante, aunque su música, con areito o sin él, fue la nota “culta” de un estilo cubano, y dio la tónica de lo que en las primeras décadas del siglo se estimaba como “de buen gusto”. Su última ópera fue “Kabelia” (1942). Compuso un solo ballet, “Dioné”, estrenado en Pro Arte Musical.
Si juzgados la música de Sánchez de fuentes por estas obras ambiciosas, corremos el riesgo de disminuir su mejor contribución a un género lírico al que el título de lied viene ancho; si bien le queda estrecho el de canción. Alcanzó en este género un auge internacional, y algunas de sus habaneras, como “Tú”, han paseado por todo el mundo. Su obra más conocida y apreciada es la canción de arte, salonniere, con cierto perfume de fin de siglo que llegaba de Milán y Nápoles.

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