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La marca de fábrica

18 de julio de 2015

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pabellonQue el puerco asado, los frijoles negros, los dulces caseros fueran los símbolos principales del lazo familiar, lo irritaba. Lo molestaba que aquel nombre traído de la pila de bautismo en la tercera clase del barco por el tatarabuelo y repartido entre sus hijos, se diluyera en tierras foráneas para transfigurar los apellidos emigrantes y en la propia, se incorporara a extrañas mezclas de letras impronunciables. El siglo XXI, esperado en la curiosidad infantil cuando aquel radio de batería era la única conexión con el desarrollo en la bodega del caserío, le mostraba una mala cara o como le repetía la compañera de los años, que solo él miraba un lado de la cara y lo aborrecible de los tiempos era carga cargada por todos los siglos.
Ella estaba amaestrada. Gozaba de lo lindo en la confección de grandes comelatas con los platos tradicionales. Platos vigilados y acicalados más por su olfato que por sus ojos gastados, cuyos secretos gastronómicos bajados de la montaña, compartidos unicamente con la hija que vivía con ellos. No se irritaba con la mirada escudriñadora de esos adolescentes de cabezas parecidas a herbazales cruzados por caminos vecinales y se burló también de él al hablarle el nieto más pequeño de la tableta y el preguntarle si era de chocolate.
En esos días, la algarabía tomaba la casa por asalto. Lo alegraba la llegada de los hijos y los descendientes. Y gozaba al oírlos hablar sobre los atajos tomados y los saltos sobre precipicios con la misma sinceridad de la infancia. En las conversaciones, entrecruzaban dicharachos atados a la familia por hechos incorporados y relatados en anocheceres a vela. Disgustado escuchaba alguna palabra, alguna frase de sentido oscuro para él. Y lo peor, no se lo aclaraban. Se sentía querido, respetado, pero igualado a la caseta de los trastos olvidados, la abandonada en el patio con sus mesas de noche manchadas por las velas y que por estar atadas al recuerdo de los antecesores, no quemaban.
En cada visita, los nietos se le alejaban. Una zanja abierta a pico por el siglo maldito, los distanciaba.
Andaban ellos de recorrido y él apoyaba la espalda encorvada en la pared, comprobando el poderío del viejo taburete consagrado al patio. La compañera de los años, continuaba el acompañamiento. Lectora de su tristeza le ocultaba lo que comprobaba hacía rato en su agudeza de mujer. El adolescente de aquí, el criado junto a ellos, también se incorporaba a las nuevas costumbres y llevaba en el hombro un tatuaje con el nombre de Cuba y un cocodrilo verde. Andaba en ese mismo instante con los primos. Salidos del arte del profesional señalado por él, en sus manos, brazos o cuellos exhibían orgullosos el símbolo de sus antepasados porque ellos no esconderían sus criterios ante un abuelo querido, pero desfasado.

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